Una cárcel con salida al mar para los expulsados de Trump: “Ni nos quieren, ni nos dejan ir”
Las políticas de mano dura del presidente de Estados Unidos han cambiado los flujos de la selva del Darién, que ahora recibe a venezolanos que desistieron de seguir su camino al norte y a deportados asiáticos
Agotados tras peregrinar por varios países, excluidos de cualquier protección legal y desesperados por salir del encierro, cientos de migrantes permanecen detenidos en Lajas Blancas y San Vicente, dos albergues de Darién, la provincia donde Panamá desaparece en la selva impenetrable que hace de frontera con Colombia. Hasta que asumió el nuevo presidente de Estados Unidos en enero pasado, ambos centros estaban abarrotados por quienes cruzaban esa selva en dirección al norte. Ahora se amontonan mujeres, niños y deportados o espantados por la cruzada antiimigrante de Donald Trump.
“Pasé por esta misma selva hace cinco meses y dos veces el río ya me llevaba a mi hija”, dice Yojana. Esta venezolana de 32 años salió de su país con su esposo José Luis, una hija de diez años y otro de seis, en septiembre de 2024. Avanzaron hasta México, donde los secuestraron y los liberaron tras pagar 400 dólares (385 euros). Entonces siguieron hasta una ciudad al borde de Estados Unidos a la espera del turno para solicitar asilo. Cuando Trump ganó las elecciones y las opciones que tenían para entrar legalmente se evaporaron, emprendieron el mismo camino a la inversa. “Estuvimos haciendo un esfuerzo grande para salir y míranos ahora... Otra vez en la misma selva y sin salida”, lamenta Yohana a la entrada de Lajas Blancas.
Ese lugar solía operar como un punto de control para quienes llegaban desde Colombia de forma irregular. Las autoridades depositaban a los migrantes aquí, de donde ya no podían salir salvo para tomar el bus hasta la frontera con Costa Rica o ser conducidos a San Vicente. Ahora, Lajas Blancas recibe a quienes quieren regresar a sus territorios del sur: 2.925 personas durante los últimos cuatro meses —el 75% en lo que va de febrero, según estadísticas oficiales— alimentando un movimiento conocido como “flujo inverso”. En San Vicente, el segundo albergue habilitado de Darién, el Gobierno aisló a 103 de las 299 personas deportadas por Trump a Panamá, en su mayoría migrantes asiáticos.
La denominación oficial de estos campamentos es Estación de Recepción Migratoria (ERM) pero, en los hechos, son corrales de polvo, sudor y mugre de los que nadie puede salir y a los que nadie puede entrar sin un permiso. Los migrantes describen a Lajas Blancas como una cárcel. “Aquí estamos presos porque no nos dejan salir ni nos dicen si vamos a salir”, afirma José Luis, el esposo de Yojana, de 37 años. “Hay gente que se va, se escapa y por ahí arriba la agarran y la traen de nuevo pa’cá”, añade Bryan, un colombiano de 19 años que lleva un año en tránsito.
Los migrantes encerrados en Lajas Blancas han sobrevivido al infierno del tapón de Darién, los carteles en México y, en el caso de Bryan, los centros de detención de inmigrantes en Texas. Algunos prefieren no recordar las travesías de meses en rutas plagadas de criminales y vigilancia estatal, pero hablan de lo que viven en este campamento. Nombran a niños lastimados y enfermos. Muestran videos de mujeres embarazadas durmiendo sobre un piso de piedras calientes. Cuentan que reciben tres comidas diarias, pero a las 5 de la tarde les cortan el agua y aparecen zancudos que, si te pican, te desangran. Panamá ha dicho que les da alimentos, un lugar seguro y garantiza la presencia de agencias de Naciones Unidas, como la Organización Internacional para las Migraciones y Unicef. La vista desde la entrada coincide con lo descrito por los migrantes: galpones improvisados, sin pisos ni camas, con cartones o colchonetas de caucho para dormir. Hasta el 25 de febrero eran cerca de 500 personas, la mayoría venezolanos y algunos colombianos, apurados por irse.
“Nos sacaron de un refugio de allá [Costa Rica] diciendo que nos iban a llevar a un aeropuerto y no nos llevaron a un aeropuerto: nos metieron otra vez para la selva”, sostiene César, un venezolano de 53 años que lleva dos semanas en Lajas Blancas. “No nos quieren aquí y no nos dejan ir”.
Panamá, ‘hub’ de deportados
Atrapado por la presión de Trump sobre el Canal, el presidente José Raúl Mulino propuso convertir a Panamá en un hub de deportados y migrantes. Dado que rompió relaciones con Venezuela, su idea era que quienes llegaran volaran a Cúcuta, una ciudad colombiana en la frontera. Pero el presidente Gustavo Petro rechazó esa opción, bloqueando los vuelos, según una fuente de la embajada colombiana en Panamá que pidió no ser identificada. Así, las salidas de los migrantes varados son pocas y peligrosas: el Caribe o el tapón de Darién. Las autoridades panameñas intentaron zanjar la cuestión enviándolos al mar, en una estrategia que acabó en tragedia.
Una niña de ocho años llamada Irene Sofía murió ahogada el 22 de febrero cuando la embarcación en la que viajaba se hundió tras partir de un puerto en la comarca Gunayala. El Gobierno había coordinado un servicio privado para que quienes quisieran —y pudieran pagarlo— llegaran por tierra y subieran a las barcazas con dirección a La Miel, una localidad en el límite sur. De allí podrían seguir caminando. Pese a la tragedia, la intención era seguir, pero las autoridades comarcales se negaron. “No tenemos las condiciones”, dijo Anelio López, representante del Congreso General de Gunayala. “En los puertos no hay hospedaje, alimentación ni transporte marítimo para tanta gente”.
Como cada vez que no hay camino, la marea migrante abre alguno, siempre más inseguro, a veces letal. Los guna descubrieron una nueva ruta que conecta un punto costero de la provincia de Colón con Gaigirgordub, una localidad de su comarca, desde donde embarcan en botes hacia Necoclí, la ciudad colombiana que históricamente fue el acceso principal al tapón de Darién.
Los venezolanos y colombianos de Lajas Blancas tenían la esperanza de acogerse a la alternativa coordinada por los gobiernos de Costa Rica y Panamá dos semanas atrás de volver a sus países en aviones pagados por Estados Unidos. Pero, con la negativa de Colombia a coordinar los vuelos, se vieron empujados al mar.
A pocos minutos de allí, otros migrantes se resisten a volver. De las 299 personas deportadas por el Gobierno de Trump mediante un proceso extraordinario a Panamá —155 mujeres, 144 hombres, 12 grupos familiares y 24 niños y niñas—, 113 han viajado y 83 estarían por hacerlo, según las autoridades panameñas. Más de cien que se negaron a volver a sus países, alegando que corrían riesgo, fueron enviadas al campamento San Vicente de Darién.
La entrada del lugar está bloqueada por las fuerzas de seguridad. Y, aunque el Gobierno dijo inicialmente que mostraría a los periodistas los albergues del Darién, más tarde se echó para atrás. Quienes están en San Vicente fueron enviados a Panamá por el Gobierno de Estados Unidos y permanecen en el país sin un estatus legal claro y definido por expertos como “ilegal”. Aunque las autoridades panameñas dijeron que les brindarían la posibilidad de asilo, impidieron el acceso de la abogada Jenny Soto Fernández, quien pretendía representarlos a pedido de familiares que la contactaron desde Irán. “Todos califican para pedir refugio, porque son familias convertidas al cristianismo, pero me han negado el acceso para que firmen los poderes”, dijo Soto Fernández.
En este escenario, Panamá no es un tercer país seguro, sino un tercer país para la deportación. Expertos consultados por EL PAÍS critican la incertidumbre y se preguntan por qué los gobiernos involucrados se niegan a precisar las figuras jurídicas para poner en marcha estos operativos y por qué los enviaron a Darién y son tratados como criminales si no tienen antecedentes criminales.
La interpretación es política. Aunque las deportaciones del Gobierno de Trump no superaron el promedio del primer mes del expresidente Joe Biden —37.660 contra 57.000—, el republicano está obsesionado con mostrar acción con una de sus principales promesas de campaña: la expulsión de millones de extranjeros. Para conseguirlo, eliminó obstáculos políticos y legales, forzando a países del continente a aceptarlos. La amenaza a Panamá fue confiscar su Canal.
En este país, además de quienes llegan en vuelos de EE UU, están los que desistieron de seguir intentando llegar a ese país como Yojana y que ahora no saben cómo minimizar los riesgos para llegar a su país: “Nos dicen que vayamos por mar, pero ya hemos visto que en las primeras lanchas que se fueron, se volcó una. Yo la vida de mis hijos no las arriesgo”, dijo el lunes en la entrada del corral en el que estaba confinada. Al día siguiente, las autoridades la sacaron y la llevaron junto a su familia a un puerto de la ciudad caribeña de Colón. Su esposo, José Luis, avisó por Whatsapp: “Nos dijeron q mañana a las 4 de la mañana salimos a los 🚢 barcos”.