Una Navidad en silencio: el trauma de Buenos Aires tras el violento ataque de las disidencias de las FARC
Un ataque de las disidencias de las FARC dejó casas destruidas, familias desplazadas y un pueblo sumido en el miedo a pocos días de Navidad. La violencia, que persiste en el norte del Cauca, revive fantasmas de hace veinte años
Buenos Aires, un pequeño municipio en el norte del Cauca, suele celebrar sus fiestas como si fueran eternas. Pero este domingo, tres días antes de la Navidad, el pueblo del suroccidente colombiano callaba en plena luz del mediodía, silenciado por la más atroz toma armada de su historia. El 16 de diciembre, hombres del llamado frente Jaime Martínez, uno de los grupos de disidencias de las extintas FARC que responden al mando de Iván Mordisco, atacó la sede de la Policía municipal. Cientos de combatientes estuvieron allí, a una hora de la ciudad de Cali por carretera y minutos en helicóptero, por más de nueve horas. Nadie llegó a auxiliar a los 17 uniformados de la estación. Sonaron ráfagas de fusil, detonaron cilindros-bomba y granadas, y volaron drones con artefactos explosivos a la vista de todos. En redes sociales, la gente no dejaba de pedir una ayuda que solo fue atendida cinco horas después, cuando el Ejército, ya tarde, envió refuerzos para mitigar la ofensiva.
La gente en el pueblo, desde entonces, se persigna frente al arrume de escombros que quedó en el barrio Calicanto, un pequeño poblado ubicado justo en frente del parque municipal. En la calle en la que se concentró el ataque todavía abundan casquillos de fusil, que los niños pisan al pasar con sus bicicletas. El ataque, que inevitablemente vuelca la memoria los años más cruentos de la guerra en el Cauca, entre fines del siglo pasado a inicios del actual, no dejó muertos, pero sí fueron heridos ocho policías que resistieron en un búnker subterráneo, creado justamente para una guerra. Los habitantes, que escucharon el ataque bajo los colchones de sus casas o en los montes cercanos, caminan con cautela y evitan cualquier ruido que se confunda con balas. “Desde ese día no escucha la pólvora de las fiestas de diciembre”, dice un hombre desde la iglesia municipal.
Ese martes, minutos antes de que comenzara la ofensiva, en los altoparlantes de la parroquia sonaban villancicos, un anuncio del tradicional rosario. Pero dos ráfagas de fusil y una detonación acallaron la música que despertaba al pueblo. La voz de uno de los comandantes de la disidencia se coló en el megáfono, y le advirtió a todos los habitantes que tenían 10 minutos para desocupar. “Nos vamos a tomar el pueblo entero”, dijo en tono desafiante. El párroco y tres mujeres que estaban en la casa cural fueron obligados, con amenazas, a dejar entrar a los disidentes armados para dar el mensaje de alerta.
Pero el enfrentamiento ya había empezado. El primer cilindro bomba, un explosivo artesanal en el que una pipeta usada para el gas se rellena de explosivos para luego ser lanzado como un mortero, cayó sobre el techo de la iglesia. Inexplicablemente, casi de milagro, rebotó y explotó varias cuadras más adelante, sin dejar heridos. El agujero sobre la fachada del templo muestra que estuvo a punto de quedar incrustado justo en medio, cuando la iglesia se disponía a recibir a los fieles que rezan el rosario. Es una imagen similar a la del 3 de mayo de 2002, cuando las ahora extintas FARC lanzaron un cilindro bomba que cayó en la mitad de la iglesia de Bojayá, en el selvático departamento del Chocó, y acabó con la vida de 80 personas. Esta vez, aunque la historia es más benevolente, el miedo se siente hasta en los rezos.
Los pobladores de Buenos Aires cuentan que al menos 300 hombres armados y vestidos de camuflado entraron al municipio por la parte trasera del barrio Calicanto. Entraron a la fuerza y en sincronía a seis viviendas que están frente a la estación de Policía. “Nos dijeron que saliéramos de la casa, que no podíamos estar ahí, que afuera nos estaban esperando otros hombres para guiarnos hacia una quebrada”, cuenta una de las sobrevivientes. Ninguna familia accedió a irse, pero todas huyeron poco después, cuando los drones con explosivos sobrevolaban bajito. En medio de las ondas explosivas, cuando salían de sus casas, escucharon otra amenaza: “Hoy es un buen día para morir”.
Elba y Constantino, una pareja de adultos mayores de 87 y 92 años, se escondieron en el baño cuando los armados entraron a la fuerza por la puerta trasera. Constanza Paya, una de sus hijas y quien presenció el momento, cuenta que los sacaron muy pronto. “A mi mamá le ayudaron a ponerse los zapatos para que nos fuéramos”. Desde allí, los tres caminaron dos kilómetros por el monte, ondeando una toalla amarilla sobre sus cabezas para advertir que eran civiles. Atravesaron una quebrada y, más tarde, tuvieron que refugiarse bajo los árboles cuando pasaban los helicópteros del Ejército disparando.
Con las seis casas vacías, los disidentes se ubicaron junto a las puertas y ventanas de las seis viviendas para abrir fuego contra la estación de Policía, ubicada a menos de 10 metros. Abrieron un hueco sobre la tierra para armar los cilindros bomba que lanzaban con una rampa mientras, desde el aire, enviaban más explosivos con drones. Con el ataque apenas comenzando, el megáfono de la iglesia se volvió a abrir, esta vez con la voz del párroco. “Ellos [las disidencias] dan garantías de que respetan la vida a ustedes, querida policía, para que por favor se entreguen”, dijo mientras sonaban los disparos. Los uniformados no cedieron.
Las viviendas parecen ahora esqueletos. Una de ellas tiene, en su fachada, una bandera blanca con la imagen de San Miguel Arcángel. Cuando el enfrentamiento se intensificó, varias comenzaron a incendiarse. De la de Humberto Chavestán, dedicado a la minería, no quedó ni el techo. Este domingo recorre el patio trasero, donde solía tener sus animales, y encuentra un cilindro bomba incrustado entre las cenizas. “Yo no estaba aquí porque me había ido a la mina, pero mis hijas quedaron solo con lo que tenían puesto. Todo se me quemó. Todo”, repite y sigue caminando. Cuando comenzó el ataque, escuchó las detonaciones a lo lejos. Casi de inmediato, sus hijas le hicieron una videollamada pidiendo auxilio, pero el pueblo había quedado incomunicado. Los disidentes atravesaron 15 cilindros bomba en las vías de ingreso para evitar que llegaran apoyos para los policías. Esos explosivos apenas fueron desactivados un día después, cuando el Ejército logró hacer las detonaciones controladas.
Otra de las viviendas afectadas es la de Óscar Edwin López, exalcalde de Buenos Aires, que la compró para vivir justo en frente del que era su despacho. Su casa estaba vacía cuando ocurrió el ataque, pero cuando logró entrar al pueblo, estaba en llamas. “Buenos Aires no es corredor estratégico de nada. Este pueblo no le obstruye a ellos el paso de nada, distinto a lo que pasa en Suárez”, afirma sobre el vecino pueblo, conocido por ser donde nació la vicepresidenta de Colombia, Francia Márquez. Dice, además, que también pidió ayuda a la Fuerza Pública. “No le encuentro una explicación a esto. El Ejército estaba antes aquí, mantenían constantemente, sobre todo en la zona rural más cercana, pero ese día no estuvieron”, explica. Es una duda que recorre a todo el pueblo, mientras que el Ministerio de Defensa se limitó a explicar, en una declaración escueta, que la tardanza se debió a las condiciones climáticas. Los vecinos, sin embargo, aseguran, con videos en mano, que el día estaba despejado y soleado.
Buenos Aires, que suma unas 30.000 personas entre el casco urbano y las zonas rurales, funciona como un punto neurálgico de una red de caminos rurales que comunican el norte del departamento del Cauca y su vecino Valle del Cauca con varias rutas de salida hacia el océano Pacífico. Vive de la minería de oro y de carbón y, en menor medida, de la hoja de coca. Hace décadas que en su territorio hacen presencia grupos ilegales: hasta 2016, cuando se firmó el Acuerdo de Paz, el Frente Primero de las FARC dominaba las economías e imponía el control social. El frente Jaime Martínez llenó su vacío. “Vidrios abajo o plomo”, se lee en letreros de distintas carreteras del norte del Cauca.
Pero, a diferencia del vecino Suárez, el poblado había evitado los ataques armados. “Estábamos muy confiados, pero había señales de que iban a atacar porque ya lo habían hecho en Timba y en Suárez, que quedan al lado. Solo faltábamos nosotros”, dice Constanza desde una mesa en la que solía ser la sala de su casa. Otra familia, que prefiere resguardar su identidad por seguridad, cuenta que hubo advertencias explícitas. “Nos habían mandado a decir que sacáramos a nuestras hijas del pueblo porque se lo iban a tomar”, narra. Las alertas, sin embargo, pasaron desapercibidas.
Alexis Balanta, el líder de la guardia cimarrona (una suerte de policía desarmada y autónoma de algunas comunidades afro) de Cerro Teta, porta su bastón de mando en la mano izquierda. Camina hacia la zona afectada y organiza a la población para una jornada de recolección de escombros. Lleva tres noches sin dormir, como casi todos los bonaerenses, que temen otro ataque “En el día es que me agarra el sueño, pero en la noche uno cualquier ruido lo deja sentado”, dice. A su lado siempre camina Yenny Larrahondo, lideresa de la guardia cimarrona. “A mi hija ya la saqué porque ella quedó muy afectada, pero yo no puedo dejar la casa porque ahí tengo mis marranitos, mis gallinas”.
En ese sector del pueblo, durante el día, el único sonido son las campanas de la iglesia. El párroco sigue citando a misa al mediodía y a las seis de la mañana. Este domingo, después del atentando, la iglesia permanece llena. Una docena de niños salen vestidos de blanco de la parroquia. Acaban de hacer la primera comunión. En el parque, varios de ellos posan con sus familias, con un mismo fondo en las fotos: casas destruidas por los explosivos, fachadas perforadas por balas, el silencio pesado de un pueblo marcado por la violencia.
A unos 20 kilómetros, en una carretera que lleva hasta Cali, la guerra no merma. Este domingo, mientras la gente en Buenos Aires se disponía a retornar a sus viviendas con la ilusión de rescatar la tranquilidad, volvieron los disparos. Sobre las dos de la tarde, dos helicópteros militares se enfrentaron con un grupo de disidentes que intentaban desestabilizarlos. La gente que reside sobre las carreteras, salió a ver el enfrentamiento y esquivar, cuando olían el peligro, las aeronaves. Algunos trasladaron sus reuniones sociales hasta el cementerio del corregimiento de La Balsa para grabar y comentar la balacera, como si fuera una película. La gente corría por el campo para no perderse el momento. Esa imagen, en el Cauca, no es nueva; hace 20 años, las mismas montañas habían visto escenas similares, con helicópteros surcando el cielo y el sonido de la guerra resonando entre los cerros.