Un golpe que no fue ni será

Colombia está lejos de vivir el caso de un gobierno bloqueado o amenazado por un eventual golpe de Estado

Gustavo Petro en Bogotá, en octubre de 2024.Juan Diego Cano

No han sido pocas las veces que el presidente Gustavo Petro ha denunciado conspiraciones y golpes en su contra desde el inicio de su mandato. Con frecuencia en los últimos dos años, cada vez que el Congreso ha decidido no aprobar al pie de la letra una de sus reformas, o que un tribunal ha anulado el nombramiento de algún funcionario del Gobierno por la falta de cumplimiento de requisitos, el presidente ha repetido que todo hace parte de un ...

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No han sido pocas las veces que el presidente Gustavo Petro ha denunciado conspiraciones y golpes en su contra desde el inicio de su mandato. Con frecuencia en los últimos dos años, cada vez que el Congreso ha decidido no aprobar al pie de la letra una de sus reformas, o que un tribunal ha anulado el nombramiento de algún funcionario del Gobierno por la falta de cumplimiento de requisitos, el presidente ha repetido que todo hace parte de un “golpe blando”. Desde entonces, Colombia ha sido testigo de una tensa relación entre el Gobierno nacional y el Congreso y las Cortes.

Dos años han transcurrido desde que el presidente empezó a hablar de conspiraciones en contra de su mandato y en ningún momento su permanencia en el poder ha enfrentado el menor contratiempo. Sin embargo, este clima de tensión solo ha empeorado en los meses recientes, y luego de la decisión del Consejo Nacional Electoral de abrir una investigación formal al presidente y a los directivos de su campaña por el posible incumplimiento de los topes electorales, la respuesta de Petro fue que se trataba del inicio de un golpe de Estado en su contra. De denunciar “golpes blandos”, el presidente pasó a hablar abiertamente del riesgo de un golpe de Estado sin titubeos, a pesar de lo improbable que resulta algo así en la actualidad colombiana.

Cuando más se pierden las proporciones y se usan de manera ligera palabras con cargas históricas tan serias es cuando más debe recordarse lo distantes que se encuentran de la realidad: Colombia está lejos de vivir el caso de un gobierno bloqueado o amenazado por un eventual golpe de Estado. Mientras el presidente denuncia una conspiración en su contra, su reforma laboral avanza de manera imparable en el Congreso, su reforma pensional fue aprobada y convertida en ley hace pocos meses, su candidato a la Procuraduría resultó ganador con casi la totalidad de votos de los senadores y las Fuerzas Armadas han cumplido a cabalidad cada una de sus órdenes y directrices. Al mismo tiempo, y a pesar de tantos ataques y acusaciones del Gobierno en su contra, los gremios y los partidos políticos siguen a la espera de cómo avanzar en la construcción de un acuerdo nacional sobre temas esenciales para el futuro de la nación.

Ningún rasgo de la coyuntura política colombiana coincide con las características de un golpe de Estado. En cambio, lo que sí es evidente es que la respuesta del presidente busca desconocer que, como cualquier otro gobernante en una democracia, está en el deber de rendir cuentas y dar explicaciones a las instituciones por sus acciones. Y el Gobierno tiene muy claro que el Consejo Nacional Electoral, un organismo que según muchas interpretaciones jurídicas se está extralimitando y que comete un grave error político en este caso, no cuenta con ninguna facultad para suspender ni remover al presidente de su cargo. Por eso, esta denuncia de un golpe de Estado no tiene sustento alguno.

La respuesta del Gobierno, que no busca otra cosa que movilizar a sus seguidores y encontrar la solidaridad de algunas orillas políticas, pone sobre la mesa palabras mayúsculas con implicaciones verdaderamente graves que se han vuelto parte de su narrativa cotidiana, sin demasiada responsabilidad o rigor. Y el problema de pronunciar discursos que rozan con el extremismo es que el lenguaje caótico se vuelve parte del paisaje y empieza a ser repetido por miles de seguidores de distintas banderas sin caer en cuenta de los enormes riesgos que conlleva el escalamiento de las palabras, de las acusaciones y de los señalamientos a otros sectores. Mientras tanto, el país se embarca en la ruta de un innecesario desgaste.

Esto no solo ocurre con el supuesto golpe de Estado que denuncia Petro desde hace años. Con preocupante frecuencia, el presidente llama “fascistas” a sus críticos, compara a los medios de comunicación con los métodos del nazismo y los define, desde la generalización, como “defensores del capital”. Y un camino de semejante agitación está lejos de llevar a un destino de consensos o de un acuerdo nacional, algo que el Gobierno en varias ocasiones ha afirmado que busca, si no todo lo contrario: a un escenario de radicalización y división con profundos riesgos.

Ni las investigaciones de una entidad como el Consejo Nacional Electoral, ni el hundimiento de una reforma en el Congreso, ni las decisiones de las cortes sobre la constitucionalidad de una ley están cerca de bloquear a un gobierno, o de ser hechos comparables con un golpe de Estado. Lo que sí es evidente a estas alturas es que entre más denuncia los más improbables golpes desde todos los sectores, el presidente Petro también muestra la imagen de un líder encerrado y radicalizado que cada vez recurre más a los discursos del extremismo y pierde cualquier esperanza restante de construir un mandato orientado por el diálogo y la búsqueda de consensos.

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