Trump, Al Capone y los perros

Esto es el Partido Republicano de 2024: un lugar donde se admira a los mafiosos, a los matones, a los delincuentes

Manifestantes afuera de la Trump Tower, el 31 de mayo en Nueva York (EE UU).Andrew Kelly (REUTERS)

Últimamente, a Donald Trump le ha dado por compararse con Al Capone. A finales del año pasado comenzó a soltar comentarios al respecto en sus discursos descoyuntados, esos caóticos monólogos que tanto admiran sus fieles: mezcla incoherente de resentimiento, cultura del agravio, demagogia y payasada. Una vez dijo que a Al Capone sólo lo habían acusado una vez, mientras que él llevaba cuatro; otra vez (o tal vez haya sido la misma) habló del mafioso con esa admiración de...

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Últimamente, a Donald Trump le ha dado por compararse con Al Capone. A finales del año pasado comenzó a soltar comentarios al respecto en sus discursos descoyuntados, esos caóticos monólogos que tanto admiran sus fieles: mezcla incoherente de resentimiento, cultura del agravio, demagogia y payasada. Una vez dijo que a Al Capone sólo lo habían acusado una vez, mientras que él llevaba cuatro; otra vez (o tal vez haya sido la misma) habló del mafioso con esa admiración de matón adolescente que no avergüenza a los líderes de la nueva ultraderecha internacional. “Ése sí que era un tipo duro, ¿no?”, les dijo a esos adoradores que le celebran cualquier estupidez. “¡Al que lo mirara de mala manera, le pegaba un tiro en la cabeza!” Capone, uno de los criminales más notorios del siglo XX, famosamente acabó en la cárcel por el delito relativamente menor de evasión de impuestos. Trump, acusado de conspiración para subvertir los resultados de una elección, bajo investigación por manipulación ilegal de documentos clasificados y obstrucción de la justicia, acaba de ser condenado por falsificar papeles para comprar el silencio de una actriz porno.

No sé si podemos detectar en este asunto cierta ironía, pero estoy seguro de que alguien la señalará en los días que vienen. De todas formas, todo lo que hay en el párrafo anterior es absurdo y lamentable, y tendrá consecuencias de espanto ―mucho más allá de un sentimiento inevitable, pero comprensible, de Schadenfreude― en el mundo político del futuro inmediato. La condena a Trump por 34 delitos se puede comentar de varias maneras: uno puede hablar, por ejemplo, de la gravedad de que un delincuente o un criminal pueda ser elegido presidente de Estados Unidos; o puede hablar de la mancha de indignidad que este personaje grotesco ha dejado para siempre sobre la presidencia, un cargo que había construido a lo largo de más de dos siglos una mitología protectora; o puede hablar de lo que se viene encima, una campaña presidencial marcada por el deseo de venganza de un hombre vengativo que en el pasado ha elogiado la violencia, e incluso la ha sugerido o apoyado.

Pero Trump se ha comparado con Al Capone. En su red social se jactó de tener más abogados que “el gran gangster Alphonse Capone”; el año pasado, cuando fue acusado formalmente por otro crimen, su campaña usó su foto policial para hacer camisetas y tazas, y así van financiando al candidato que más se ha parecido a un mafioso en la historia de Estados Unidos. Esto es el Partido Republicano de 2024: un lugar donde se admira a los mafiosos, a los matones, a los delincuentes. Pero el que tenga memoria sabrá que la cosa no es nueva: Trump llegó a la presidencia después de jactarse de que podría pegarle un tiro a alguien sin perder votos. Para ser precisos:

―Yo podría pararme en medio de la Quinta avenida y pegarle un tiro a alguien, okey, y no perdería ni un votante, ¿okey?

Ya no queda nadie que se escandalice por un comentario semejante, por supuesto, y esas palabras, que hubieran acabado con la carrera política de cualquiera hace 10 años (imaginen ustedes que las hubiera pronunciado Obama), se han quedado atrás como una de las cosas más inofensivas que han salido de la boca de Trump. No estoy tan seguro de que tuviera razón: si Trump ya no es presidente, es porque perdió a algunos de esos votantes, y los analistas demócratas pasan su tiempo tratando de descubrir cuáles fueron las razones de ese desafecto. De todas formas, Trump cuenta con más de un votante que no sólo le perdonaría un asesinato, sino que lo cometería con gusto: allí estaban varios de ellos el 6 de enero, soldados de su fascismo posmoderno que asaltó el Capitolio y saldó ese día innoble con varios muertos. Trump ha prometido indultar a los que han sido condenados por los desmanes violentos del capitolio, la agresión más salvaje que ha sufrido la democracia norteamericana en toda su historia, y esa propuesta es inmensamente popular (más allá del hecho espeluznante de que Trump esté conformando su propia milicia a la vista de todo el mundo). Todo es parte del mismo síndrome: la degradación del Partido Republicano en la era Trump.

Los casos dignos de estudio están por todas partes, pero uno de mis favoritos tuvo lugar hace unas pocas semanas. Kristi Noem, gobernadora de Dakota del Sur, estaba a punto de publicar uno de esos libros que mezclan la autobiografía maquillada y la propaganda ideológica, y que los políticos norteamericanos suelen lanzar al mundo cuando quieren lanzarse ellos mismos: es decir, cuando quieren ponerse en una vitrina para que los vean como quieren ser vistos. Kristi Noem quería estar en la vitrina de los candidatos a la vicepresidencia de Trump, ser el nombre que lo acompañaría en la balota, y para eso publicó este libro. Y le pareció magnífica idea contar una anécdota acerca de su perra, Crickets, una pointer de 14 meses de nacida que, al parecer, tenía la costumbre terrible de divertirse. Noem la había llevado de cacería con la intención de entrenarla, pero la perra se puso a perseguir a los pájaros, espantándolos y arruinando la cacería, y luego atacó a los pollos de un vecino granjero. Así que la dueña y gobernadora tomó la decisión que le pareció la única posible: pegarle un tiro. Luego buscó a una cabra que olía feo y que una vez había perseguido a sus hijos, y la llevó al mismo sitio y también le pegó un tiro. Y luego lo contó todo en su libro.

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Lo fascinante de la anécdota, convendrán ustedes, no es tanto la tranquila crueldad de la perpetradora, el acto sencillo de poner a una mascota de 14 meses en la mira de un rifle y apretar el gatillo, sino el hecho de contarlo en un libro que quiere ser un autorretrato elogioso. A la gobernadora le parecía que el episodio era perfecto para impresionar a sus futuros lectores ―es decir, que iba a seducir al electorado Maga, al Partido Republicano y a su expresidente candidato―, y es casi conmovedor imaginar su sorpresa cuando su candidatura a la vicepresidencia sufrió una implosión sin remedio antes siquiera de materializarse. Como tengo demasiada memoria para informaciones inútiles, he recordado en estos días las críticas despiadadas que recibió el candidato republicano de hace unos años, Mitt Romney, cuando se supo que había amarrado a uno de sus perros al techo de su coche antes de salir de paseo con la familia. Y la distancia que hay entre los dos episodios ―entre los dos perros― me parece ser la metáfora de algo. ¿Pero de qué?

Una mujer se jacta de pegarle un tiro a su perrita. Un hombre se jacta de poder pegarle un tiro a alguien sin perder votos. Esto es lo que se admira en la galaxia Maga: hay en ese mundo una corriente subterránea de violencia o de admiración por la violencia que puede salir a la superficie en cualquier momento, sobre todo cuando se trate de acudir al llamado de un líder sin demasiados escrúpulos o demasiado dispuesto a usar esa violencia para llegar al poder y defenderse de la cárcel.

No sé si sea demasiado pronto para preocuparnos.

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