La larga agonía de Álvaro Uribe
El expresidente de Colombia se precipita hacia el banquillo de los acusados
Felipe González dijo, al perder las elecciones en España, que los expresidentes son como jarrones chinos en apartamentos pequeños: se sabe que tienen valor y nadie se atreve a tirarlos, pero en realidad no hacen más que estorbar. O lo que es lo mismo, un horizonte con conferencias en universidades americanas y mañanas soleadas con amigos entre hoyo y hoyo en un green. No es el caso de Álvaro Uribe que, a sus 71 años, ...
Felipe González dijo, al perder las elecciones en España, que los expresidentes son como jarrones chinos en apartamentos pequeños: se sabe que tienen valor y nadie se atreve a tirarlos, pero en realidad no hacen más que estorbar. O lo que es lo mismo, un horizonte con conferencias en universidades americanas y mañanas soleadas con amigos entre hoyo y hoyo en un green. No es el caso de Álvaro Uribe que, a sus 71 años, vive en la zozobra y la angustia.
Uribe se encamina a ser el primer presidente sentado en un banquillo en más de medio siglo en Colombia. El mandatario ha presentado todo tipo de recursos para desembarazarse de las acusaciones de manipulación de testigos y fraude procesal que se le imputan desde 2018, pero ha sido en vano. La última vez, este mismo viernes, el Tribunal Superior de Bogotá negó la solicitud de la Fiscalía, que había insistido por tercera vez en que no hay material suficiente para encausarlo. Su destino parece escrito.
La estrella de Uribe se ha ido apagando a medida que el país ha cambiado de rumbo. En la década de los 2000 fue un presidente enormemente popular que conectó con la gente gracias a una política de seguridad de mano dura contra los grupos armados. Algunos lo veían —lo ven— como un héroe de guerra. Con matices, nombró a dedo a los dos siguientes presidentes, Juan Manuel Santos e Iván Duque. Del primero se sintió traicionado por firmar un acuerdo de paz con las FARC y del segundo se distanció al darse cuenta de que no tenía la fortaleza ni el carácter necesario.
A medida que el uribismo comenzó a cotizar a la baja, surgieron nuevas sensibilidades en el país. Su némesis, Gustavo Petro, llegó al poder el año pasado con un proyecto de cambio que en nada se parece a Uribe, es una cosmovisión distinta de país. El expresidente podría haber pasado a un discreto segundo plano, pero esa nunca fue su naturaleza. El joven congresista que de madrugada metía los pies en un balde de agua fría para mantenerse despierto y así poder trabajar más horas, no conocía otra vía más que la confrontación. En esta, dio con el hombre equivocado, Iván Cepeda.
En 2012, presentó una denuncia contra el senador ante la Corte Suprema por un supuesto complot, con falsos testigos en cárceles, para involucrarlo a él con el paramilitarismo. Seis años después, el alto tribunal se abstuvo de procesar a Cepeda y abrió un proceso en contra de Uribe bajo la sospecha de que él y sus abogados manipularon testigos para que se retractaran de los señalamientos en su contra y acusaran a Cepeda de ser quien intentó infamar a Uribe. Cepeda, meticuloso, acostumbrado a la brega política, había conseguido darle la vuelta al caso.
Uribe vive en una especie de semiretiro. Se expone muy poco públicamente, solo ante sus seguidores más fervientes, que lo escuchan como a un profeta. No da entrevistas y siempre contesta lo mismo por SMS cuando se le pide que se pronuncie: “Prudencia”. Él, al que tanto le preocupa su nombre en la historia, aparece en los titulares cada cierto tiempo por este caso, siempre con la confirmación de que no le va a quedar otra que enfrentar un juicio.
Ha hecho todo lo posible para que no sea así, pero cada vez tiene menos balas en la recámara. Renunció a su escaño en el Senado en 2020 para evitar que la Corte Suprema lo investigara. El caso quedó en manos de la Fiscalía, dirigida Francisco Barbosa, que ha hecho grandes esfuerzos para que el expediente se archive. No lo ha conseguido. El año pasado, en algo que agarró a todo el mundo por sorpresa, aceptó la mano que le tendió Petro durante sus primeros meses en el poder. Se reunieron en tres ocasiones y, en al menos una de ellas, su situación jurídica estuvo sobre la mesa.
En ese tiempo, Petro prometía unir a toda la sociedad alrededor de un proyecto común que sentara las bases de una propuesta conjunta de país. Para ese acuerdo nacional necesita de Uribe, al que muchos sectores de la sociedad todavía siguen — sus tesis continúan vivas en las fuerzas armadas—. Una forma de reconciliación sería un indulto, aunque para eso debe estar antes condenado. Esa sombra le persigue en el otoño de su vida. El presidente hubiera preferido, sin duda, ser un jarrón chino.
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