Guayabetal, el pueblo en emergencia que mira escéptico la reapertura de la Vía al Llano
El municipio, que depende del comercio en la carretera, no ha recuperado a sus antiguos clientes tras un derrumbe hace dos semanas. Sus habitantes, además, temen que la montaña se venga abajo y los sepulte
El pueblo de Guayabetal (Cundinamarca) no está de fiesta el jueves 31 de agosto, pese a que se reabre la Vía al Llano tras dos semanas de cierre. Hay algo de expectativa en el aire. El municipio vive de la carretera, que bordea el casco urbano y que funciona como la principal conexión de Bogotá —a 91 kilómetros— con el oriente del país. Los viajeros han vuelto a transitar, después de un derrumbe en la montaña, y varios de los restaurantes amontonados en la vía han...
El pueblo de Guayabetal (Cundinamarca) no está de fiesta el jueves 31 de agosto, pese a que se reabre la Vía al Llano tras dos semanas de cierre. Hay algo de expectativa en el aire. El municipio vive de la carretera, que bordea el casco urbano y que funciona como la principal conexión de Bogotá —a 91 kilómetros— con el oriente del país. Los viajeros han vuelto a transitar, después de un derrumbe en la montaña, y varios de los restaurantes amontonados en la vía han levantado sus persianas. Pero el pueblo sigue inmerso en la emergencia. Y no solo porque los turistas ahora pasen de largo y las arepas apenas se vendan. Los vecinos tienen preocupaciones más graves: que el resto de la montaña se venga abajo y los sepulte.
Las inquietudes económicas en Guayabetal (7.000 habitantes) son distintas a las de Bogotá y los departamentos de Meta y Cundinamarca, enfocados en asegurar la movilidad del transporte de carga, mitigar los riesgos de desabastecimiento y reducir pérdidas de hasta 50.000 millones de pesos diarios (unos 12 millones de dólares). Aunque el municipio tiene producción agropecuaria, su mayor ingreso viene de los comercios destinados a los viajeros que paran unos minutos a descansar. La apertura parcial al transporte de carga, el 23 de agosto, no produjo mayor interés en el pueblo. Blanca Patricia Hernández, dueña de un local de comidas, explica que los camioneros no suelen estar entre sus clientes. “No nos compran, solo se toman un café. Para gastar luz y agua, no tiene sentido abrir”.
La reapertura total de este jueves, con carros particulares, logró que algunos comerciantes se animaran a abrir. Las ventas, sin embargo, han sido decepcionantes en todos los negocios. Los viajeros ya no se detienen como antes y las arepas no se venden por centenares, sino por decenas. La empleada de un comercio comenta: “Hay buen movimiento en la vía, pero [los viajeros] temen quedarse varados en un trancón, o vienen de un trancón”. Para los vecinos, los antiguos clientes están apurados por las restricciones en los horarios y el miedo a que más piedras se desprendan de la montaña.
Mientras tanto, las señales del derrumbe hace dos semanas son evidentes. Del otro lado de la vía, el pedazo de montaña por el que cayeron los escombros ya no tiene vegetación. Una enorme franja de tierra marrón se apodera del verde de las plantas y hace que las casas del pueblo se vean pequeñas e indefensas. En la carretera, unos operarios pican piedras para reducir su tamaño y poder moverlas. Y, en el casco urbano, el personal enviado por la Defensoría del Pueblo y la Unidad Nacional para la Gestión de Riesgo de Desastres (UNGRD) ofrece apoyo. Uno de los funcionarios señala “el factor humano” de su trabajo: “Es importante la asistencia psicológica, hablar con ellos. La gente queda emocionalmente afectada”.
Una de las damnificadas es Graciela Velásquez, una mujer de 58 años. Está acostumbrada a las amenazas de la montaña, tanto las que las lluvias del invierno producen cada año como las que dejan los temblores que acontecen de manera más excepcional. “Esa montaña siempre suelta piedras”, dice. Según cuenta, hace unos años los vecinos pensaron que ella y su marido habían quedado sepultados debajo de las rocas tras otro derrumbe. A mediados de julio perdió a varios primos en la avalancha que destruyó Quetame, el municipio vecino. Ahora, pide que la Gobernación reconstruya los tres locales que tenía en arriendo frente a la vía y que quedaron destruidos. No pasa las noches en su casa, sino que se queda con un cuñado, por recomendación de la UNGRD.
“A mi casita la quiero mucho. ¿Son cuántos años de trabajo? Le dije a los de Gestión de Riesgo: ‘Yo no le estoy causando un daño a la vía. Es la montaña, por trabajos mal hechos. ¿Por qué me voy a ir?”, subraya Velásquez. Ni ella ni otros vecinos consultados quieren dejar a Guayabetal, pese a los riesgos constantes de la montaña. Lamentan que ven la posibilidad cada vez más cerca y aseguran que ningún lugar es mejor —afirman, por ejemplo, que otros lugares son inseguros o calurosos—.
La presidenta del Concejo municipal, Maritza Varela, resume las preocupaciones económicas y de supervivencia que vive el pueblo de manera simultánea. “Veníamos de emergencia de la Quebrada de Naranjal [Quetame], con 15 o 20 días de cierre. Cuando se restableció la vía, con dos puentes militares, pasa esto”, remarca durante una entrevista en el Palacio Municipal. “La zozobra es grande y necesitamos soluciones. Estamos sujetos a que pueda venirse más esa ladera y nos tape medio pueblo”.
Paro
Los habitantes de Guayabetal cortaron la Vía al Llano el día que reabrió al transporte de carga, el 23 de agosto. Durante la noche, llenaron la carretera de banderas de Colombia, barricadas y canecas. Parecía una paradoja: la reapertura se demoró hasta la tarde a causa de un pueblo que tenía su economía en riesgo por la falta de vehículos. Pero para los vecinos no fue contradictorio. Fue, en realidad, la oportunidad de poner problemas mayores en el foco de atención. Sentían que el único interés era la economía nacional y que ellos y sus riesgos de quedar sepultados serían olvidados de nuevo.
En su bar de billares, frente a la plaza principal de Guayabetal, Adán Escobar afirma: “Todo el mundo decía que estábamos demorados [con los reclamos]”. Los vecinos lo ubican como el organizador “del Paro”, como se refieren todos a una manifestación que decidieron en asamblea y que apoyaron sin divisiones aparentes —ninguna persona consultada por este periódico expresó su rechazo—. Los reclamos incluyeron aspectos como la estabilización de la montaña para evitar más derrumbes, la exención de cobro para los vecinos en dos peajes cercanos —a dos kilómetros de distancia entre sí— y la reconstrucción de los locales dañados. “Fueron aprobados en un 70%”, asegura Escobar.
Coviandina y Coviandes, el concesionario actual y el anterior, están en el centro de las críticas. Los vecinos señalan, una y otra vez, que utilizaron dinamita para construir túneles y que eso desestabilizó la montaña y la volvió “arenosa” en los últimos años. No creen que el sismo de mediados de agosto sea el principal responsable. El líder del paro, por ejemplo, remarca que no hubo ningún temblor en 2019, cuando otro derrumbe cortó la vía varios meses y derivó en la construcción de un tablestacado —un enorme muro metálico— que contiene las piedras que caen de manera constante a un kilómetro del pueblo. Según Escobar, el detonante del paro fue que ahora el concesionario propusiera instalar canecas y varas para retener escombros en el lugar del nuevo accidente.
El director de operaciones de Coviandina, Fernando Castillo, reconoce por videollamada que hay “un riesgo persistente” mientras no se estabilice la montaña y señala que la Agencia Nacional de Infraestructura (ANI) es la que debe conseguir los recursos. Según el directivo, la empresa ha cumplido con todas sus responsabilidades tras el derrumbe. “Nuestras obligaciones contractuales son solo de operación y mantenimiento, aspectos como garantizar la seguridad, asistir vehículos, pavimentar y ocuparnos de la señalización. Involucran a las obras ya construidas, no a otras adicionales si se presenta un deslizamiento”, comenta. Asimismo, señala que varios túneles a lo largo de la vía se construyeron con dinamita hace varios años y que no hubo ningún problema significativo hasta el sismo de 2019. La responsabilidad, para él, está en el nuevo temblor y la inestabilidad de una cordillera joven.
Los vecinos tienen expectativas variadas. Algunos, como Graciela Velásquez, se permiten un poco de ilusión con la promesa de tratamiento a la montaña. Saben que no se quieren ir nunca y no ven otra solución. Pero otros son más escépticos y ya no creen en un Estado que les ha prometido mucho y ha cumplido con poco. “El Gobierno no tiene capacidad e infraestructura. ¿Qué esperanza tenemos si a los de hace tres años no les arreglaron nada?”, remarca Rodrigo Ruiz, que perdió su casa y su emprendimiento turístico en la avalancha de Quetame.
Sin micrófono para los políticos
Las pancartas de diferentes partidos y candidatos cubren los alrededores de la plaza principal y evidencian que solo faltan unas semanas para las próximas elecciones municipales —el 29 de octubre—. Sin embargo, los políticos saben que deben mantener un bajo perfil en la respuesta de la comunidad a la emergencia actual. La concejal Maritza Varela, por ejemplo, duda en hablar con este periódico porque es candidata a renovar su cargo. Solo acepta ser entrevistada tras asegurarse de que cuenta con la aprobación del líder del paro, Adán Escobar.
“Todos los concejales fuimos al paro. Apoyamos, pero sin meternos en la decisión o tomar protagonismo”, subraya Varela. “El tema de la política estando en emergencia es muy difícil. La gente quiere soluciones ya y un candidato a la Alcaldía no puede darlas”, añade en referencia a promesas difíciles de cumplir.
Escobar, por su parte, enfatiza que el paro fue una iniciativa de la comunidad y que no contó con injerencia política. “Dijimos que no íbamos a permitir un micrófono a los candidatos porque van a hacer proselitismo político. Lo que logremos, el candidato va a decir que lo hizo él o ella”, remarca.
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