Petronio Álvarez, el hijo de la olvidada época de oro de Buenaventura
El compositor que le da nombre al principal festival de música del Pacífico, que inicia este miércoles, siempre estuvo vinculado a su natal Buenaventura
Transcurría la década del 30 y Buenaventura, el mayor puerto colombiano sobre el océano Pacífico, vivía su momento de esplendor. Llegaban viajeros de todas las nacionalidades a bordo de los vapores de la Grace Line. El Muelle Rengifo se había construido en 1921 para responder a las crecientes exigencias del tráfico marítimo. Cuatro años después, el Hotel Estación abría sus puertas, con su estructura neoclásica, para convertirse en el lugar de encuentro de inversionistas, gerentes de empresas navieras y aduaneras, y en el salón de baile al que llegarían las mejores orquestas. Lejos estaban sus ...
Transcurría la década del 30 y Buenaventura, el mayor puerto colombiano sobre el océano Pacífico, vivía su momento de esplendor. Llegaban viajeros de todas las nacionalidades a bordo de los vapores de la Grace Line. El Muelle Rengifo se había construido en 1921 para responder a las crecientes exigencias del tráfico marítimo. Cuatro años después, el Hotel Estación abría sus puertas, con su estructura neoclásica, para convertirse en el lugar de encuentro de inversionistas, gerentes de empresas navieras y aduaneras, y en el salón de baile al que llegarían las mejores orquestas. Lejos estaban sus habitantes de imaginar que en un futuro aquella se convertiría en una de las ciudades de Colombia con mayores índices de violencia y pobreza.
En este ambiente de razas y acentos que se mezclaban, con los teatros y las salas de cine de la calle Bavaria abarrotadas, una mañana de 1931 un joven llamado Petronio Álvarez se sentó a ver el horizonte desde su casa, mientras buscaba los tonos de su guitarra. Como es usual en el Pacífico, la noche anterior había llovido mucho. Y al ver aparecer una mañana radiante tras la tempestad, una letra y una melodía llegaron a su cabeza: “Bello puerto del mar mi Buenaventura, donde se aspira siempre la brisa pura… Eres puerto precioso circundado por el mar, tus mañanas son tan bellas y puras como el cristal…”.
Corrió a mostrársela a su madre, Juana Francisca, y a su hermana Maíta. A ellas les pareció buena, que estaba bonita, pero le sugirieron un par de cambios. Por lo demás, quedaría intacta para la posteridad. Aquella melodía empezaría a circular poco a poco, interpretada por él mismo en serenatas y tardes de tertulia. Pero solo hasta 1952, cuando el músico tumaqueño Tito Cortés le pidió permiso para grabarla, comenzó a sonar en la radio y tuvo un impacto masivo, hasta convertirse en el himno de los bonaverences. A finales del siglo XX, cuando el canon musical aún no miraba al Pacífico, fue el único tema de la región incluido en la antología de las 100 mejores canciones colombianas.
“A los 17 años compuso la canción que lo hizo casi que inmortal”, cuenta Juana Francisca, su hija. La casa familiar quedaba en la Isla Cascajal, en el centro urbano, muy cerca de la puerta Raymond, por donde salían las mercancías y los marinos de la zona portuaria. Traían consigo los discos que compraban en puertos como Nueva York, Buenos Aires o La Habana. El gusto musical de los tripulantes, así como el de los porteños, se identificaba especialmente con la música afrocubana. Sonaban el son, el bolero, la guaracha, el mambo, la pachanga. También el tango: “a mi papá le llegaron a decir en algún momento que era el Gardel del puerto”, añade Juana Francisca. Aunque lo que marcaría el destino musical de la región sería la llegada, por esa misma puerta, de la salsa.
“Entra la salsa y la salsa va para Cali”, cuenta Juana Francisca, en entrevista con EL PAÍS. “Musicalmente le debemos mucho. Como los marineros iban para la zona de tolerancia, que era La Pilota [un sector conocido por sus casas de prostitución], pasaban por la casa de mamá Juana”, que quedaba a medio camino entre la puerta Raymond y la ‘zona de tolerancia’. “Algunos se arrimaban con la guitarra, mostraban los discos; el movimiento era muy grande. Había carnavales serios, venían grandes artistas”.
Petronio nació en 1914, cuando en el mundo estallaba una guerra mundial mientras en Colombia la línea férrea se extendía de Cali a Popayán, con lo que para 1930 el Ferrocarril del Pacífico sería el más extenso y desarrollado del país. Creció escuchando arrullos y sones, pero también los rieles del tren. Su vida no puede entenderse sin la puerta Raymond, pero tampoco sin el Ferrocarril del Pacífico. “Don Joaquín Álvarez -su padre- fue el primer afrodescendiente maquinista del Ferrocarril del Pacífico”, narra José Antonio Cuevas Sanclemente en el libro Historia de la música del Pacífico. Le llamaban ‘el Cuco’, mote que heredaría su hijo y con el que sería asociada toda su descendencia.
“Son llamados ‘los cucos’ —cuenta Juana Francisca— porque mi abuelo tiene un incidente a la altura de Cisneros. Iba con un capitán de la República que le dijo: ‘José Joaquín, yo necesito llegar rápido a Cali’. El abuelo le respondió: ‘Yo la máquina la paso, pero no respondo por el puente’. Y efectivamente él pasó la máquina, pero el puente se cayó porque el río estaba desbordado. Entonces los pasajeros dijeron: Ve, ese maquinista es ‘un cuco’, y todos quedaron como los ‘cucos’. ‘Cuco’ es alguien inteligente, habilidoso”.
Joaquín murió cuando Petronio tenía 12 años. Para ayudar a su madre a sostener a sus otros 10 hermanos, empezó su propia historia entre los vagones: primero vendiendo el pan aliñado y las empanadas de Cambray -unas masitas rellenas de dulce de guayaba- que preparaba Juana Francisca; luego llevando maletas, vociferando, ayudando a los pasajeros. Así hasta que su madre logró que lo emplearan en los ferrocarriles, en reemplazo de José Joaquín. Era la época del tren de vapor, y Petronio empezó como aguatero; luego se fue a trabajar a los talleres. Era autodidacta. Su hermana Maura dirigía la biblioteca, así que él tenía fácil acceso a todo tipo de lecturas y se interesó especialmente por los libros de mecánica. Así logró ascender a ayudante y, luego, a maquinista.
“En el ferrocarril lo admiran por ser el más veloz con su máquina”, sostiene Heraclio Parra, un amigo cercano, en el libro Homenaje a Petronio Álvarez. Cuenta que era usual verlo con su “cara tiznada de carbón de la locomotora” y que, aunque su nombre aún no estaba rodeado de fama, ya “se tarareaban sus canciones por la estación del ferrocarril”. Además de Mi Buenaventura, Petronio compuso temas que se fueron popularizando como Bochinche en el cielo, Teresa, Linda porteña, Roberto Cuero o Coja la pareja.
‘El cuco’ pasó gran parte de su vida entre el puerto y Cali, atravesando con su locomotora el cañón del río Dagua. Fue esa vía la que lo terminó llevando a la capital del departamento del Valle del Cauca. Llegó a principios de la década del 50, cuando Ferrocarriles del Pacífico y el Instituto de Crédito Territorial empiezan a construir un barrio para que sus empleados pudieran adquirir vivienda: Salomia. Elegiría una casa esquinera, a 200 metros del riel. Desde allí era más fácil salir a otras zonas del país; por eso la compañía lo traslada. “Él viaja a Cali y los tres últimos hijos nacimos allí”, cuenta Juana Francisca.
En Salomia, Petronio disfrutó de una nueva etapa de su vida: la jubilación. Fue uno de los primeros empleados del ferrocarril que logró el retiro, a sus 47 años, en una época en la que los hombres empezaban a trabajar desde niños en roles de gran exigencia física. Se dedicó a los 14 hijos que tuvo con su esposa, Veneranda, y a salir a las calles a cantar. “Dimos serenatas y gozamos parrandas, pues cambiábamos canciones por un trago de aguardiente”, cuenta en su libro Heraclio Parra. Cali también entró en su corazón; le cantó a la ciudad y a la caña de azúcar. “Todo lo que miraba, lo reflejaba”, asegura su hija. “Componía ahí mismo, con música y letra, que esa es una habilidad. Yo lo describo como el maquinista trovador”.
Aunque en el fondo siempre aparecía Buenaventura como una evocación. En su lecho de muerte, cuando un cáncer óseo lo tuvo seis meses postrado, escribió su última canción: Despedida, que dice: “Buenaventura de mi loco afán, que con el tiempo de mí no se acordará”. Pero el puerto sí lo recuerda, cada vez que se entonan y se bailan sus canciones. En 1961 sale la versión de Mi Buenaventura interpretada por Peregoyo y su combo Vacaná, que dio a conocer al mundo el ritmo del currulao. Para Juana Francisca, “es una canción que hace sentir patria. Cuando existían los polizones [personas que se escondían en los buques para migrar], la Policía norteamericana los podía detectar. Entraba a los griles [discotecas] y ponía la canción, para identificar a los porteños, porque la gente con Mi Buenaventura quiere bailar”.
Petronio llegó a ser algo consciente de su fama, pero no pudo disfrutarla por mucho tiempo. Tampoco su jubilación. Murió a los 52 años, porque ya había cumplido su misión o porque el hollín y el carbón habían dejado sus rezagos. No vio cómo los rieles fueron reemplazados por las carreteras, cómo los vagones fueron cambiados por los camiones, ni cómo el barrio Salomia se silenciaba, porque ya no había ningún tren que pasara. Décadas después, el bullicio viene del festival multitudinario que lleva su nombre.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS sobre Colombia y reciba todas las claves informativas de la actualidad del país.