El viejo malestar del Nuevo Mundo

‘El viejo malestar del Nuevo Mundo’ es un ejemplar exótico o por lo menos inusual en la tradición colombiana. Mauricio García Villegas ha encontrado una mezcla precisa y muy personal de filosofía, sociología, historia y autobiografía

Atahualpa ante Francisco Pizarro en 1533.Hulton Archive (Getty Images)

Hace dos años y medio, cuando Mauricio García Villegas publicó El país de las emociones tristes, me pareció que estábamos ante uno de esos momentos que son mucho menos frecuentes de lo que podría pensarse: la intuición de una manera genuinamente fresca, verdaderamente útil, de pensar en el mundo que compartimos todos. La intuición salía de Baruch Spinoza, el filósofo holandés que llamó “emociones tristes” a todas aquellas que corroen nuestra vida, sabotean n...

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Hace dos años y medio, cuando Mauricio García Villegas publicó El país de las emociones tristes, me pareció que estábamos ante uno de esos momentos que son mucho menos frecuentes de lo que podría pensarse: la intuición de una manera genuinamente fresca, verdaderamente útil, de pensar en el mundo que compartimos todos. La intuición salía de Baruch Spinoza, el filósofo holandés que llamó “emociones tristes” a todas aquellas que corroen nuestra vida, sabotean nuestras posibilidades y nos causan sufrimiento: la envidia, la rabia, el odio, la venganza, el miedo, la cólera, el desprecio, la malevolencia (y la lista sigue). Las llamó “tristes” en lugar de “malvadas”, por ejemplo, o “destructivas”, porque prefería evitar la condena moral, que tan fácil es, y tratar más bien de entender de dónde salen esas emociones y adónde conducen, y por qué nos hacen daño y qué podemos hacer para remediarlo. García Villegas echó mano del concepto de Spinoza y lo usó para pensar en Colombia, y el resultado fue revelador: como si nos hubieran dado una lupa nueva para ver mejor el país afligido que ya creíamos comprender.

Ahora García Villegas publica un nuevo libro, El viejo malestar del Nuevo Mundo, que de alguna manera es una ampliación del anterior, pero que es al mismo tiempo una profundización en sus temas: lo que aquél hacía con Colombia, éste lo hace con toda América Latina. Es como si el continente se hubiera acostado en el diván del psicoanalista, y confesara sus fragilidades y dejara que se hable de sus problemas, tanto los que ha heredado como los que se ha creado él mismo; y el resultado es un examen duro pero extrañamente cariñoso de nuestras carencias y nuestras esperanzas, y una exploración franca y desengañada de las razones más recónditas ―las razones emocionales, si me permiten ustedes el oxímoron― por las cuales somos inevitablemente como somos. Aunque diga García Villegas, y lo subraye cada vez que puede, que no estamos condenados a seguir siendo así para siempre, y aunque se atreva incluso a hacer propuestas muy concretas sobre la ruta que deberíamos seguir para evitar los peores riesgos que hoy corren nuestras democracias.

Son diversas las emociones tristes que consumen a América Latina, pero García Villegas les da más espacio a tres de ellas: el miedo, la desconfianza y el delirio. El miedo es el que le tenemos con frecuencia al otro, al venido de fuera, al distinto, al que tiene más poder y también al que tiene menos. Y al del otro lado de la frontera: sí, las fronteras son inventos detestables en El viejo malestar del Nuevo Mundo, culpables de nuestra incapacidad para cooperar o perseguir objetivos comunes, testimonios de nuestra tendencia a dividirnos cada vez que podemos, incluso cuando lo más sencillo sería trabajar juntos. La desconfianza, en cuanto a ella, es una de nuestras enfermedades más nocivas: las latinoamericanas somos sociedades en las cuales los ciudadanos desconfían del gobierno (que miente o roba), los gobiernos confían de los ciudadanos (que desobedecen o hacen trampa) y los ciudadanos desconfían de los ciudadanos (e incumplen las normas porque sería una idiotez cumplirlas si sabemos que el vecino no lo hace).

En cuanto al delirio ―que García Villegas discute echando mano con frecuencia del extraordinario libro de Carlos Granés, Delirio americano―, es una de las emociones más complejas que nos agobian, pues tiene que ver con ese rasgo fascinante del carácter latinoamericano: más que el homo sapiens, dice García Villegas, somos el homo fictitius. Necesitamos ficciones, vivimos en ellas, entendemos el mundo a través de ellas; y esto, que nos ha dado un arte y una literatura de enorme riqueza, es fatal cuando se habla de política. “La ficción”, escribe García Villegas, “pertenece al mundo de la imaginación tanto como la política al mundo de la realidad. Sin embargo, hay mucho de realidad en la ficción y mucho de imaginación en la política”. El resultado es novelas que cuentan lo que la historia oficial suele callar, pero también políticas de la utopía o la desmesura que desprecian los límites de la realidad o la razón como si aceptarlos fuera hacer concesiones al enemigo.

Al igual que el libro anterior, El viejo malestar del Nuevo Mundo es un ejemplar exótico o por lo menos inusual en la tradición colombiana. García Villegas ha encontrado una mezcla precisa y muy personal de filosofía, sociología, historia y autobiografía, y se permite referencias constantes a sus amigos y a su familia y a su entorno más íntimo en la misma línea en que discute una teoría historiográfica sobre las formas de la monarquía o un pasaje de El paraíso perdido, de Milton, sobre nuestra relación con la naturaleza. Yo tengo para mí que ahí está el secreto de estos dos libros de García Villegas, y tal vez la razón de que me parezcan tan inusuales: en esa voz que es como la voz de un amigo, pero un amigo que sabe muchas cosas, o, por decirlo mejor, la voz de un compañero de viaje por carretera que es también un erudito. Y yo diría que el resultado de todo esto es novedoso si no me pareciera evidente algo mucho mejor: que viene en línea directa del siglo XVI.

Hablo de la presencia en el libro de Michel de Montaigne. Son muchas más las razones por las cuales me siento cerca de los libros de Mauricio García Villegas, pero la presencia de Montaigne, uno de los pocos escritores de los que se puede decir sin grandilocuencia ni cursilería que nos enseñan a vivir mejor, es una de mis predilectas. Montaigne es el hombre que un buen día de 1571, harto de la vida pública que había llevado como alcalde y magistrado en Burdeos, se encerró en una torre de piedra que tenía su propiedad y se puso a escribir un libro ―de varios tomos publicados a lo largo de varios años― distinto de cualquier cosa que se hubiera escrito antes. Así es: una mezcla muy particular de autobiografía, filosofía, historia y poesía. Lo llamó Ensayos, y no sólo es muy posible que haya inventado un género con él, sino que dio forma a una manera de estar en el mundo: una actitud, por decirlo así, inseparable de ciertos valores que hoy echamos brutalmente de menos en nuestras sociedades enfermas.

“Una manera de estar en el mundo”, digo, pero podría decirlo con menos palabras: una ética. ¿Y en qué consistiría? En la práctica de la tolerancia (esa palabra desgastada), en el terco intento por comprender al otro, en la confesión de nuestras imperfecciones; pero también en el rechazo del dogmatismo y de los fanáticos, en el escepticismo ilustrado y en la mesura frente a los excesos de los radicales. Todo pasa por lo que El viejo malestar del Nuevo Mundo llama la “educación sentimental” o, a veces, “educación emocional”: la comprensión o el dominio de esos demonios que llevamos dentro, que convierten al contradictor en enemigo, que nos impide pensar sin las muletas de la ideología y provocan la ilusión de que tenemos, cada uno de nosotros, la verdad revelada. Ver el mundo con mirada clara, leer la realidad correctamente, siempre ha sido una tarea difícil: requiere tiempo, información y una mente abierta, y eso no parece estar al alcance de todos en estas sociedades nuestras, que adoran los sectarismos y tienen más respeto por los fanáticos que por los moderados. Y así nos va.

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