República de lacayos

Un gobierno de calidad debería fomentar, en vez de censurar, la existencia de contradictores

Los partidarios del presidente colombiano Gustavo Petro se reúnen frente al palacio presidencial de Nariño, en Bogotá, el martes 14 de febrero de 2023.Fernando Vergara (AP)

En 1972, cuando Misael Pastrana Borrero era presidente de Colombia, el Departamento Administrativo de Seguridad —DAS— expidió una resolución en la que prohibía que “personas con aspecto de hippie” pudieran ingresar al país.

Como era previsible, la medida causó una confusión mayúscula. En los despachos de los aeropuertos los funcionarios no dejaban de preguntarse una y otra vez: ¿pero qué es tener aspecto de hippie? ¿Usar el pelo largo? ¿Vestir con jeans o falda florida? ¿Llevar pulseras? ¿Chaquiras? ¿Cargar en la mano un ejemplar de El lobo estepario?

Sabríamos poco de est...

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En 1972, cuando Misael Pastrana Borrero era presidente de Colombia, el Departamento Administrativo de Seguridad —DAS— expidió una resolución en la que prohibía que “personas con aspecto de hippie” pudieran ingresar al país.

Como era previsible, la medida causó una confusión mayúscula. En los despachos de los aeropuertos los funcionarios no dejaban de preguntarse una y otra vez: ¿pero qué es tener aspecto de hippie? ¿Usar el pelo largo? ¿Vestir con jeans o falda florida? ¿Llevar pulseras? ¿Chaquiras? ¿Cargar en la mano un ejemplar de El lobo estepario?

Sabríamos poco de este episodio de no ser porque Juan Serrano, el conductor del podcast Lanoficcion.com, rescató tiempo atrás una carta en el Archivo General de la Nación que, además de ser extraordinaria en sí misma, resulta todavía más valiosa porque quien la firma no era un criptosubversivo, un digamos simpatizante encubierto de la Cuba castrista o de las Farc, sino el entonces embajador de Colombia en Panamá, amigo personal de Alfonso López Michelsen y fundador, junto a otros políticos, del Movimiento Revolucionario Liberal —MRL—. Como quien dice, un miembro probado y requetecontraprobado del establecimiento de la época.

Jaime Ucrós García, el autor del oficio, empezaba recordando que, si bien la orden impartida por el DAS tenía fundamento legal pues todas las naciones del mundo se reservan el derecho de admisión en su territorio, en ese caso había que considerar la posibilidad muy cierta de que se cometieran “atropellos e injusticias contra personas distinguidas (profesionales, estudiantes, turistas, etc.), que por el solo hecho de usar cabellos largos, frondosas barbas y vestidos de dril [pudieran ser confundidos] con aquellos elementos indeseables que, escudados bajo el rótulo de hippies, se pasean muy orondos por las calles y caminos de nuestro país”.

“Esta determinación del DAS” —argumentaba Ucrós—, “interpretada muy a la ligera como ha venido ocurriendo, causa enormes perjuicios a la industria del turismo en cuyo desarrollo estamos tan interesados”. Pero ese daño, seguía diciendo el político huilense, era una simple bagatela si considerábamos que la medida convertía en objeto de mofa universal a las autoridades colombianas. “Pretender medir la capacidad delictiva de un varón, a estas horas de la vida, por el largo de su cabellera o lo corto de su pantalón equivaldría, más o menos, a determinar la virginidad de una mujer por la minifalda, la maxifalda o el bikini”.

Aunque la carta de Ucrós parezca una refutación, cincuenta años antes, de todos los embelecos en que anda embarcado el actual neoconservadurismo colombiano, su importancia se aprecia mucho mejor cuando se examina en el contexto de una exasperada política como la nuestra.

En un mundo en que se nos recomienda “rodear al presidente” casi a diario y en que hasta la más insignificante disidencia se asume como traición a la patria, esa carta viene a ser un magnífico recordatorio de lo decisivo que es contar con gente capaz de oponerse a las ideas de quienes les pagan el sueldo o tienen la sartén cogida por el mango. Por lo general, se cree que estar a favor de una administración significa secundarla en todo, apoyarla en todo, incluso en los extravíos, olvidando que la verdadera lealtad implica rechazar el espíritu de cuerpo, decir que no y dar, cuando sea necesario, duchazos de agua fría. Contra lo que ahora nos dicen, “morder la mano que te alimenta” no es un acto reprobable. Al contrario: casi me inclino a decir que es o debería ser la obligación de cualquier funcionario que de verdad respete su trabajo.

Observar ese principio nos evitaría el deprimente espectáculo de ver al presidente de la República sospechando de cada uno de sus colaboradores e imaginando quién sabe qué conjuras en las salas de redacción de todos los medios. También nos economizaría la paranoia de sus adláteres, empeñados en acusar a cualquier hijo de vecino que dude en voz alta de “quintacolumnista”, “caballo de Troya” o “infiltrado”, cuando no de agente doble del fascismo o el neoliberalismo. Pero sobre todo nos ahorraría el funesto mensaje cívico de que la gente confiable es la que dice sí a todo y tiene las perneras del pantalón brillantes de tanto hacer genuflexiones.

Poco se entiende hasta qué punto la corrección de un rumbo equivocado o la gestación de nuevas ideas depende de ser desleales. Por esa razón, un gobierno de calidad debería fomentar, en vez de censurar, la existencia de contradictores. Goethe lo dijo sin falsas cortesías: es más fácil caminar con Jesucristo sobre las aguas que con un crítico por este mundo. Pero, aunque los discrepantes irriten, y a veces sean injustos, y a veces se comporten como cretinos, queda el consuelo —y la satisfacción y el orgullo— de que a quienes se manda son cualquier cosa, menos lacayos.

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