El sensei latino de Panorama City
Albert Rivera es un artista del bonsái en Los Ángeles que enfrenta doble rechazo: el de los estadounidenses que no lo contratan por ser mexicano y el de su familia, que le recrimina invertir años de trabajo en árboles que no dan fruto ni alimento

Nadie quiere esperar y eso es una tragedia para Albert Rivera. Nadie quiere pasar ocho horas trepado en una escalera bajo el sol, limpiando a mano las agujas de un pino negro de cinco metros, ni dedicar una vida a entrenar árboles diminutos en macetas para hacer bonsáis. “Los latinos en general no tienen la paciencia para este trabajo”, dice Rivera, adherido al tronco del pino con solo la suela de sus botas Tabi, ajustadas como un guante a sus pies y tobillos. “Mi propia gente se burla mucho de mí. Muchos mexicanos que me miran trabajando me dicen: ‘No estés gastando tiempo, agarra la güira , compa. La pinche güira y cortas ahí de volada’”. En el tiempo que a Rivera le toma podar un pino con sus manos, tal vez ellos harían dos jardines rasgando todo con la güira, la desmalezadora.
Albert Rivera es un artista y maestro del bonsái y diseñador de jardines japoneses. Nació en Guadalajara en 1986 y a los dos años emigró desde México con sus padres a Panorama City, una pequeña ciudad del Valle de San Fernando, en el norte del condado de Los Ángeles, donde conviven generaciones de familias japonesas y mexicanas que por más de un siglo han trabajado juntos en la agricultura de la zona. De niño, Rivera distinguía las casas por sus jardines: sabía cuál era la japonesa por los pinos que tenían enfrente. Él miraba a los japoneses trepados, podando los pinos, y a los mexicanos en el suelo, cortando el zacate, la hierba. Los hermanos de su padre ya vivían ahí. Desde entonces y hasta ahora, todos sus tíos y su padre han trabajado en la construcción: uno se especializa en armar los entramados, hay uno que se sabe soldar, otro es plomero. Juntos podrían hacer una casa fácilmente y a todos les interesan los árboles frutales: nunca trabajaron en eso pero siempre tuvieron una huerta con maíz y cítricos creciendo en el jardín.
A los 11, Rivera vio la saga de Karate Kid en VHS y quedó fascinado por los bonsáis. Como Daniel-san, el protagonista, él no era popular en la escuela y pensó que sería genial ser capaz de crear algo cool, vivo y hermoso. Buscó en los créditos de la película el vivero de dónde venían los bonsáis que habían utilizado en el rodaje y eran de Fuji Bonsai Nursery en Sylmar, a una hora en autobús de su casa. Allí, el sensei Roy Nagatoshi —el Miyagi original, en teoría— daba —y sigue dando— talleres de bonsáis todos los sábados, a un costo de 20 dólares por estudiante. Rivera compró unas tijeras baratas, un árbol y asistió a todas las clases que pudo, desde entonces y hasta hace cinco años. Al verlo, sus tíos y sus padres le repetían: ¿por qué no siembras árboles de los que puedas recoger fruta en lugar de perder el tiempo cultivando estos arbolitos? ¿Qué haces gastando cuánto tiempo para alambrar qué y para qué?
En la adolescencia Rivera también comenzó a asistir al Festival Obon que organiza el centro comunitario japonés-estadounidense del Valle de San Fernando. Durante seis años trabajó como voluntario en exhibiciones de bonsái y todos los eventos que pudo —desde los cursos de Ikebana y hasta en los conciertos de tambores taiko, los talleres de muñecas y el bingo— para ganarse el respeto de los viejos maestros del club de bonsái. Un día, uno de los maestros principales, Akira Kimura, se fijó en él y le dijo: ¿por qué no vienes a mi casa?. Rivera pensó que le iba a pedir que le ayudara a desarmar o limpiar algo, pero Kimura sacó un árbol y le propuso: ¿por qué no te sientas conmigo y trabajamos juntos en él? Kimura era el fundador de un vivero de bonsáis legendario, Kimura Bonsai Nursery, y de una empresa que diseña jardines japoneses. El Miyagi que Rivera andaba buscando. Al principio, le pedía que podara los pinos que, a su edad, ya no podía trepar y acabó siendo su aprendiz. En 2010, Rivera se unió oficialmente al club de bonsái de Valle de San Fernando. “Yo era la única persona no japonesa de ese club”. Dice que no fue fácil participar porque no estaban muy contentos con tener socios no japoneses. “No me decían nada a la cara, pero cuando preguntaba si podía unirme a las reuniones, me evadían”. Cuando Kimura se retiró del diseño de jardines, hace unos cinco años, el cuidado de muchos de los pinos que atendía a lo largo de Los Ángeles quedaron en manos de Rivera.

—El señor Kimura había construído un legado. Cuando se jubiló, sus hijos no querían hacerse cargo de su afición al bonsái y me sentí tan desconsolado, porque él era como un tío para mí. No podía entender por qué sus hijos no querían tener nada que ver con ello. Así que me propuse aprender todo lo que pudiera del sensei Kimura y asumir parte de su trabajo como artista de jardines japoneses. Porque si yo no lo hacía, nadie más lo haría. Esa forma de arte desaparecería. Y para mí, eso sería una tragedia.
Hace cinco años comenzó a dar clases privadas y a ser contratado para hacer exhibiciones o talles en eventos —desde cumpleaños hasta shows de arquitectura. Hace tres años comenzó a dar clases de bonsáis para principiantes en Yamaguchi Bonsai Nursery, uno de los viveros más antiguos que sobreviven en el barrio de Sawtelle, conocido como el “Japantown” del oeste de Los Ángeles. También imparte talleres a grupos pequeños en su jardín, en Panorama City. Los alumnos habituales de las clases, que ya suman una treintena, son sobre todo hombres blancos en sus veintena o treintena, cuando la mayoría de quienes asisten a los clubes de bonsái son señores blancos estadounidenses jubilados. Estos clubes comenzaron a proliferar en Los Ángeles en las décadas de los 50 y 60 del siglo pasado, impulsados por los estudiantes de John Naka. Naka era un japonés estadounidense nisei nacido en Colorado, autor de uno de los primeros manuales de técnicas de bonsái publicado en inglés, a quien se le atribuye haber hecho el bonsái accesible como pasatiempo en Estados Unidos.
La jardinería japonesa, en cambio, no hay tantos que la cultiven. Hace un siglo, los inmigrantes japoneses de primera generación inventaron el negocio de landscaping en Los Ángeles, llevando sus pinos manicurados a los barrios de Hollywood y Beverly Hills. En vecindarios japoneses como Sawtelle se instalaron al menos seis escuelas de jardineros en las casas de viejos maestros nikkei, que ofrecían alimento y cama a sus discípulos. Solo en Sawtelle había más de una veintena de viveros y tiendas de flores regentadas por inmigrantes japoneses, según la escritora Naomi Hirahara. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, tras el ataque a Pearl Harbor en 1941 y hasta 1946, la administración de Franklin Delano Roosvelt ordenó recluir a los japoneses-americanos en diez campos de concentración ubicados en California y otros siete Estados del país. Al ser liberados después de la guerra, más hombres japoneses trabajaron en la jardinería para subsistir. “De alguna manera, el público tiene una noción romántica de que el inmigrante asiático tiene una habilidad especial que los hace gravitar hacia la agricultura o la horticultura. Eso no es necesariamente cierto. No fue su primera elección. Fue más una cuestión de necesidad, debido a las barreras erigidas a su alrededor”, dice Ronald Tadao Tsukashima, profesor de sociología en Cal State Los Ángeles e hijo de jardinero, quien ha estudiado por décadas el legado de estos trabajadores. Como Tsukashima, muchos hijos y nietos de jardineros encontraron oportunidad en las universidades y otros oficios y profesiones mejor remunerados. Y en muchos casos, los únicos aprendices dispuestos a hacer el trabajo eran los inmigrantes latinos de primera generación, como Albert Rivera.
—Hay gente que no quiere a un hispano podando su jardín japonés, preferirían tener a un japonés haciéndolo y esos ya no existen. La mayor parte de la discriminación que enfrento a veces es por parte de los estadounidenses caucásicos, que están más interesados en tener el look apariencia de un japonés trabajando en su jardín. No les importa que yo tenga 20 años de experiencia. La sociedad occidental está tan obsesionada con esta idea de que solo una persona japonesa puede hacer este trabajo. Pero no me imagino que tengan el mismo problema al ir a un restaurante asiático de Los Ángeles y ver que la persona que cocina el ramen es hispana.
En cambio, los herederos de los viejos viveros japoneses le confían a Rivera el cuidado de los pinos y bonsáis que sembraron sus abuelos, que tienen 50, 70 años de antigüedad. El comienzo de la primavera con sus lluvias es uno de los mejores momentos para la poda. Encorvado sobre una nube de follaje, Rivera empieza limpiando a mano todo lo que crece hacia abajo, los brotes que le restan energía a las ramas principales, todo lo que sobra, y solo cuando cada rama está limpia comienza a cortar con tijeras. Porque si se cortan con una podadora, por ejemplo, las agujas de un pino negro, se queman y mueren al instante.
—Hay que dejarle por lo menos unas diez agujitas a cada punta. Se tiene que mirar por abajo muy claro, muy limpio.
También para Rivera es complicado conseguir ayudantes. “Normalmente ando solo. Pero me da energía estar aquí platicando con alguien”. A veces le acompaña un japonés, a veces un mexicano de Durango. El japonés casi no habla y con el mexicano cotorrea, pero batalla para entender sus modismos. Con el alto costo de vida en California y el negocio de los jardines japoneses en declive, Rivera fantasea con la idea de mudarse con su esposa y su hijo un lugar donde pueda comprar una casa propia, al Estado de Oregon o tal vez Hawaii, e instalar allí un negocio de bonsái tropicales.
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