Las mujeres negras se merecen mucho más
Representación no es liberación. Estados Unidos es un país profundamente racista en el que ni la victoria de Kamala Harris hubiese sido suficiente para acabar con el racismo y la misoginia
A medida que avanzaba la noche electoral y la victoria de Donald Trump se hacía evidente, hasta que ya no se podía negar después de que se llevara el Estado de Pensilvania, vi cómo en los noticieros estadounidenses cada pundit, cada experto, analista y estratega, intentaba explicar por qué Kamala Harris no iba a ser la siguiente presidenta de Estados Unidos. Desde el martes, se le ha culpado a ella misma por su derrota, al presidente Joe Biden y al Partido Demócrata en general. Todos se ha llevado las manos a la cabeza, cuestionándose cómo fue posible tal fracaso. Pero, me pregunto: ¿realmente creíamos que Estados Unidos elegiría a una mujer negra como presidenta?
¿Acaso se nos olvida que este es un país profundamente racista desde sus inicios? El Estados Unidos en el que Kamala Harris puede llegar a ser vicepresidenta, candidata presidencial y casi presidenta con 68 millones de votos, sigue siendo el Estados Unidos donde nuestras antepasadas esclavizadas fueron explotadas en el sentido más amplio de la palabra. Es también el Estados Unidos de la era de Jim Crow, de las violaciones y del saqueo del cuerpo femenino negro, de los linchamientos de madres y niñas negras que se han borrado de los libros de historia.
Es el mismo país en el que las madres negras continúan llorando los asesinatos de sus hijos a manos de la policía o cuyas familias se han visto destrozadas por el encarcelamiento injusto y masivo de sus padres o maridos. Es también el país donde nos faltan Breonna Taylor y cientos de otras mujeres negras matadas a tiros por la policía, y donde hoy día una mujer negra embarazada tiene tres veces más probabilidades de morir durante el embarazo o en los meses posteriores al parto que las mujeres blancas. Es el Estados Unidos, supuesta nación de las oportunidades, donde la mujer negra gana el 65% de lo que gana el hombre blanco (la mujer blanca, mientras, alcanza el 83%).
Ante todo esto, no es ninguna sorpresa que Donald Trump vuelva a la Casa Blanca. No podemos olvidarnos de nuestra historia. Tenemos que ser capaces de ver que el racismo del siglo XIX sigue siendo sistemático y entender las maneras en las que sigue dictando la realidad de las personas afrodescendientes, y en particular, de las mujeres negras. La discriminación racial y la misoginia van de la mano, y hasta que no estemos dispuestos —como progresistas— a comprender y abordar esa interseccionalidad, seguiremos atrapados en el mismo ciclo, en el que el otro bando continuará saliendo victorioso.
Unas semanas antes de las elecciones, hablaba con una amiga de izquierda, decepcionada con el Partido Demócrata, que me decía: “Mis sueños para la comunidad negra de este país van mucho más allá de que una mujer negra sea presidenta. De hecho, eso ni siquiera figura en la lista de mis aspiraciones”. Ella votó por la candidata demócrata, al igual que la gran mayoría de la población negra, pero lo hizo sabiendo que una presidencia de Kamala Harris no traería el cambio por el que anhela. Que la representación no implica la liberación, y que las mujeres negras se merecen mucho más.
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