Cuando todo falla vuelvo a ‘The Office’

Podríamos ponernos sociológicamente estupendos y decir que la serie es la crónica de la caída del imperio romano del oficinismo

El actor John Krasinski en 'The Office'.Cordon Press

Las plataformas saben que te tira la nostalgia y que volverás cien veces al lugar donde has sido feliz. Cuando te lo encuentras, casi siempre buscando otra cosa (quién sabe qué, tampoco te apetece ver nada en especial), sonríes y pasas el cursor por la carátula de esa serie que has visto no sé cuántas veces y cuyos chistes has recreado con tus amigos friquis hasta que han perdido su gracia. Te dices: venga, uno nada más. Pinchas en cualquier episodio al azar y te vas a la cama. Ingenuo de ti. Como si alguna vez hubieras visto solo una escena de El Padrino o ...

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Las plataformas saben que te tira la nostalgia y que volverás cien veces al lugar donde has sido feliz. Cuando te lo encuentras, casi siempre buscando otra cosa (quién sabe qué, tampoco te apetece ver nada en especial), sonríes y pasas el cursor por la carátula de esa serie que has visto no sé cuántas veces y cuyos chistes has recreado con tus amigos friquis hasta que han perdido su gracia. Te dices: venga, uno nada más. Pinchas en cualquier episodio al azar y te vas a la cama. Ingenuo de ti. Como si alguna vez hubieras visto solo una escena de El Padrino o de Vértigo. Da igual por donde empieces: una vez dentro, no puedes salir hasta los créditos.

Y no estoy diciendo que esta serie sea lo mismo que El Padrino o Vértigo. Por favor, cinéfilos, no se me sofoquen, guarden las sales, vuelvan a enfundar los comentarios pidiendo la cabeza del columnista. No pongo nada a la altura de nada, tan solo comparo el arte mayúsculo con mis pequeñas obsesiones en lo que tienen de sensación de hogar, de reconocimiento y de reencuentro con uno mismo.

No sé si The Office es digna de la gloria de la filmoteca o del museo, pero es indudablemente una obra maestra. Me refiero a la versión americana, la larga, la de Steve Carell, que se convirtió en clásico sobre la marcha, antes de que su protagonista la abandonase para echar a volar alto. Hay en ella una perfección de lo imperfecto, una sublimación elegante de lo cutre que nadie ha igualado.

Podríamos ponernos sociológicamente estupendos y decir que The Office es la crónica de la caída del imperio romano del oficinismo. Entre 2005 y 2013, los años de emisión de la serie, la cultura de calentar sillas y cotillear en la máquina de café se fue desmoronando hasta la actual crisis de fe en el trabajo que sufre la generación más joven. Puede que también veamos en ella el fin de un mundo que habitamos y cuya miseria nos parece hoy encantadora, pero sobre todo vemos una comedia soberbia, destilada de la bodega de Saturday Night Live y madre de todo el humor de hoy.

Yo me vuelvo a quedar en Scranton porque quiero a esos personajes, tan llenos de verdad y de vida, tan reconocibles. Otros tendrán otras razones y otras series a las que volver. Yo, cuando todo lo demás se me cae de los ojos, regreso al despacho de Michael Scott y recuerdo por qué me gustaba tanto esto de la tele.

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