‘Rapa’: una serie policial impecable, y algo más
Pepe Coira y Fran Araujo cierran con clase la tercera y última temporada de esta ficción criminal con buenas tramas, mejores diálogos y unos magníficos Mónica López y Javier Cámara
Desde los primeros compases del primer capítulo de esta tercera y última temporada el espectador sabe qué ofrece Rapa: una trama criminal de corte clásico (a la que se entra directamente y sin descanso durante todo el metraje), una pareja protagonista impecable (Mónica López y Javier Cámara como Mait...
Desde los primeros compases del primer capítulo de esta tercera y última temporada el espectador sabe qué ofrece Rapa: una trama criminal de corte clásico (a la que se entra directamente y sin descanso durante todo el metraje), una pareja protagonista impecable (Mónica López y Javier Cámara como Maite y Tomás, sargento de la Guardia Civil y enfermo terminal, respectivamente) que ha dado otra vuelta de tuerca al esquema narrativo habitual y paisajes espectaculares (pero sin ensimismarse). Con estos mimbres el envite no era pequeño, toda vez que, además, las dos primeras temporadas de esta producción de Movistar Plus+ y Portocabo habían cosechado ya un sólido interés de público y críticas favorables.
Los creadores Pepe Coira y Fran Araujo manejan el género (ya colaboraron junto al director Jorge Coira en la excelente y cruda Hierro) y utilizan tramas nada estrambóticas: en este caso, una joven conflictiva de familia adinerada desaparece tras una noche de fiesta; alguien reivindica el secuestro y a partir de ahí todo se complica porque, entre otras cosas, hay un trabajador del astillero de Ferrol que arrastra un cadáver en la oscuridad.
La narración mantiene un ritmo sostenido, sin golpes de efecto (gracias) ni escenas imposibles (se agradece, en un contexto de tanta violencia gratuita y conspiraciones imposibles) y combina muy bien la parte procedimental con la trama personal de los dos protagonistas, implicados desde la primera temporada en una historia peculiar.
Tomás es un profesor retirado y enfermo de ELA (lo que ponía fecha de caducidad a la serie desde el principio). Podría ser el drama cargante y hasta cierto punto innecesario, pero Coira y Araujo lo resuelven con tres recursos: desde la primera temporada. Tomás está implicado en la resolución de los crímenes, pero a su manera, perfectamente complementaria a la de su amiga; es un tipo insoportable y eso, visto con humor —y gracias a buenos diálogos con Tacho (Darío Loureiro), el chico que lo cuida— da brío a la serie; y, por último, se detiene en la enfermedad lo justo y necesario, la trata con respeto y dignidad, aunque sin visibilizar los dramas materiales añadidos que sufren el 99% de los afectados por este mal y que no disponen de dos personas trabajando para ellos, una casa enorme con vistas al mar y plenamente adaptada, una silla de ruedas de unos 6.000 euros y una furgoneta nueva y con todo lo necesario. Pero no se trata de una serie social y, además, hay que reconocer que sí se hacen eco de esas condiciones miserables en las que viven quienes padecen esta enfermedad degenerativa incurable.
La investigación transcurre por dos caminos paralelos: por un lado, el oficial, con Maite y su equipo, puro policial muy bien llevado (y con momentos de sororidad poco vistos); por otro, la carrera contrarreloj de Tomás por resolver, a su manera, un último crimen antes de morir. Su empeño y el tipo de preguntas que hace alguien desahuciado le dan a la serie un tono distinto. Los dos caminos, y los dos métodos, confluyen en buenos momentos cargados de intensidad dramática.
El juego del gato y el ratón a costa del secuestro justo a mitad de temporada hace mucho con muy poco, es una clase práctica de narrativa. Sí, han leído bien: esto ocurre en el tercer capítulo de los seis que componen la serie porque, como tantas cosas en la familia de la víctima y en otros aspectos de una trama bien urdida, nada excepto la muerte es como parece ser.
El espectador va siempre por delante de la investigación, bastante por delante, y para llevar bien una trama así y acelerarla en el momento justo, hacia el penúltimo capítulo, sin aspavientos ni exageraciones, hace falta el oficio que tienen los hermanos Coira y Fran Araújo. Antes de la traca final, Tomás entra con Tacho en un poblado de narcotraficantes (de nuevo, qué más le da si está muerto) y tira de un hilo sorprendente. A partir de ahí, todo fluye hasta un final que ajusta cuentas, cierra puentes, remata tramas. No era fácil con algunas cosas —grandes temas todos: la amistad, la muerte, etc.— pero misión cumplida.
“Los crímenes son lo que vende”, asegura uno de los personajes con sarcasmo. La ironía se la guarda Tomás para un final elegante. Es una pena que la aventura quede aquí aunque, por otro lado, mejor eso a que la serie languidezca y aburra, encantada de haberse conocido. A todos se les habrá ocurrido un ejemplo así en los últimos tiempos televisivos.