¿Qué habríamos hecho sin Mulder y Scully?
Ahora que puede volver a disfrutarse al completo de 'Expediente X' es un buen momento para descubrir cómo pasó de ser una rareza descaradamente 'mainstream' a un clásico de culto. Una pista: Stephen King también estuvo ahí fuera
En una de las novelas olvidadas de Douglas Coupland, la muy recomendable Jpod, se narra la génesis de una ridícula serie sobre monstruos y extraterrestres que empezó a rodarse en Vancouver a principios de los noventa. Esa serie era Expediente X. Llamada a ser una rareza de lo mainstream, un descaradamente más oscuro y retorcido y, por momentos, deliciosamente absurdo dramedy detectivesco en la línea de la ochentera Luz de luna, en la que todo era recatadamente menos chispeante y más pretendidamente serio...
En una de las novelas olvidadas de Douglas Coupland, la muy recomendable Jpod, se narra la génesis de una ridícula serie sobre monstruos y extraterrestres que empezó a rodarse en Vancouver a principios de los noventa. Esa serie era Expediente X. Llamada a ser una rareza de lo mainstream, un descaradamente más oscuro y retorcido y, por momentos, deliciosamente absurdo dramedy detectivesco en la línea de la ochentera Luz de luna, en la que todo era recatadamente menos chispeante y más pretendidamente serio, Expediente X (completa desde este verano en Amazon Prime Video) acabó convertida en un clásico de lo culto bizarro. Y en algo infinitamente más poderoso: cultura popular.
Fox Mulder y Dana Scully eran los agentes especiales dedicados a investigar los entonces en boga sucesos paranormales de los que se hablaba en la entradilla –aquellos de los que el gobierno niega todo conocimiento–. En su afán encantadoramente iluso uno –el que quiere creer porque lo que ve no le parece suficiente–, y amante del empirismo la otra –nada de lo que no puede ver existe para Scully, aunque penda una cruz de su cuello –, se institucionalizaron, en tanto que suculentos arquetipos hasta entonces inexistentes, en los más de 200 episodios de la serie, propulsando a una cota por entonces inédita su tensión sexual apenas resuelta, pese a tener un hijo en común.
De estructura sencilla –el caso extraño se presentaba, se investigaba, no se llegaba nunca a ninguna conclusión– y repetitiva, los capítulos se sucedían como pequeñas islas que daban forma a la pareja y a su explosiva química, química que Gillian Anderson y David Duchovny, amiguísimos fuera del estudio– pese al asunto de los sueldos, que no se igualaron hasta mucho más tarde, en eso también fue pionera Scully–, se encargaban de alimentar con reportajes en los que aparecían desnudos en la cama. Las siempre atractivas teorías de la conspiración –darle al mundo otra narrativa–, su curiosa capacidad para reírse de sí misma y su vena experimental, hicieron el resto.
Porque, si bien Chris Carter dirigía la monumental trama de fondo –sí, existían capítulos de trama, y eran los menos interesantes porque instrumentalizaban a unos personajes que siempre se habían mostrado libres–, la serie avanzaba en todas direcciones y en todas a la vez, atenta a talentos como el de Darin Morgan –suyo es el primer episodio cómico de la serie: Truco– y, por supuesto, Vince Gilligan (Breaking Bad), responsable, entre otros muchos, del fascinante Yo deseo, y abierta a clásicos como Stephen King –que firma Maleficio, unas delirantes vacaciones de Scully en Maine– o William Gibson, que se ocupa, claro, de realidad virtual, en El primero que dispare.
¿Un puñado de imprescindibles? El posmoderno Prometeo, el más artie de todos ellos (es en blanco y negro, y Cher debía haber aparecido y no lo hizo y se arrepintió al verlo), en la quinta temporada; Triángulo, que contiene el primer beso de Mulder y Scully, nada menos que en el Triángulo de las Bermudas, y Cómo los fantasmas robaron la Navidad, un delicioso experimento con casa encantada, en la sexta; y el clásico entre los clásicos, el metanarrativo Hollywood A.D., en la séptima. Duchovny rinde homenaje a Ed Wood en un guion que relata cómo se adaptan las desventuras al cine de Mulder y Scully, con ellos en el patio de butacas contemplándose ridículamente a sí mismos.