Alta fidelidad para salvar un santuario de la música alternativa
El Estraperlo Club de Badalona celebró en mayo el primer concierto en una sala en España tras el confinamiento. El compromiso de sus clientes, que han aportado cerca de 35.000 euros al local, es la única esperanza para superar el golpe económico de la pandemia
En el Estraperlo Club están tan acostumbrados a resistir que incluso sobrevivieron a su propia despedida. Hace seis años, este local de Badalona (Barcelona) anunció que le quedaban seis conciertos de vida. Pero lo que debieron ser actos nostálgicos, noches de abrazos, lágrimas y brindis con un cartel de grupos que ya habían pasado por la sala, se transformaron en un estímulo para el futuro: los llenos y el cariño de la gente aplazaron la urgencia de la venta. Pese a los números rojos de un proyecto que nació el mismo año que estalló la crisis económica de 2008, este enclave de referencia para la música alternativa decidió seguir adelante, camino en 2020 de celebrar su duodécimo aniversario y con más de mil conciertos a sus espaldas. Al menos hasta que llegó el coronavirus.
La pandemia ha situado al mundo de la música en directo en un escenario crítico. La Asociación de Representantes, Promotores y Mánagers de Cataluña (ARC), que engloba a un 80% de las empresas catalanas del sector, cifra en 110 millones de euros las pérdidas entre el pasado 1 de marzo y el próximo 30 de septiembre. A una escala menor, la covid-19 también ha hecho tambalear la ya de por sí frágil economía del Estraperlo. “Para nosotros fue un golpe muy duro porque tuvimos que cancelar dos grandes festivales en verano, de donde sacamos el dinero para subsistir el resto del año”, cuenta David Peret, uno de los socios propietarios.
Como en los días críticos de diciembre de 2014, los propietarios buscaron de nuevo el calor del público para salir a flote. Bajo el lema Salvem l’Estraperlo (Salvemos al Estraperlo), pidieron donaciones a sus clientes a través de plataformas como PayPal, lanzaron una línea de camisetas con el logo del local y organizaron el primer concierto en toda España que se hacía desde una sala tras el confinamiento, adelantándose unos días a la sala Moby Dick de Madrid. Gracias al directo que se retransmitió por YouTube y redes sociales como Facebook y a las otras dos iniciativas han recaudado hasta ahora cerca de 35.000 euros.
La velada del pasado 23 de mayo con Crim, La Inquisición y Deadyard, tres bandas locales de punk rock, reunió a 55.000 espectadores virtuales, multiplicando la audiencia de un negocio que con 500 asistentes está hasta la bandera. En la sala, para mantener las normas de distanciamiento social, estaban solo los músicos y el equipo de sonorización y grabación. Únicamente dos personas ajenas a la organización, el periodista musical Nando Cruz, autor de Pequeño circo: historia oral del indie en España, y el fotógrafo Xavier Mercadé se colaron en la fiesta. “La sensación era como la de cualquier actuación rodada en un plató televisivo, pero después de tantísimos días encerrados, sonó urgente, real, victorioso, imprescindible”, escribió Cruz sobre el evento en las páginas de El Periódico.
Dos de los que lo siguieron en casa, y que también colaboraron con la hucha de aportaciones, fueron Vanessa El Moummi y José Luis Palma, una pareja que cuajó casi tres años atrás al ritmo de temas de soul y reggae en la pista de baile del Estra. Asimismo, colaboraron con aportaciones económicas personas y entidades del mundo de la música: desde la revista RockZone pasando por grupos que han actuado en su escenario como The Upset o Estricalla, o el responsable del estudio de grabación Stonewaves Studio, Esteve Cortés. Incluso una familia entera, la formada por Edorta Rubio, que durante un tiempo fue portero del Estraperlo, su mujer Mireia Molina y su hijo Aritz, de cinco años, presume de lucir la nueva camiseta del local. “Es mi puñetera casa. Un local regentado por amigos, donde he trabajado, donde he disfrutado y sin el que posiblemente nunca hubiera conocido a mi mujer”, explica Rubio.
“Nos han sorprendido algunas donaciones, como la de una chica de EE UU que venía cada año a un festival y ha aportado mil euros. Pero en su mayoría han sido aportaciones de gente que conocemos, clientes habituales”, cuenta Peret.
Sufrir a ritmo de buen gusto
Por el garito que toma el nombre de la ruleta fraudulenta que se intentó introducir en España en los años treinta –y que está asociado al chanchullo, a lo subterráneo e ilegal– han pasado estos años rockers, metaleros, mods, skins, raveros y modernos para ver desde grandes nombres del punk, como Jello Biafra o Toy Dolls, leyendas del ska como Bad Manners y hasta estrellas del metal como Napalm Death.
No hay subcultura que no haya encontrado su sitio en una sala de conciertos que se alimenta sobre todo de la pasión por la música. De hecho, los tres socios propietarios, David, Jordi y Kai, no viven de los beneficios del local, pese a las horas y horas que le han dedicado en la última década. David tiene su propia promotora, organizando giras de grupos; Jordi regresó a su puesto de administrativo en el ayuntamiento de un pueblo de la provincia de Barcelona a los dos años de abrir; Kai, su hermano, retomó su trabajo como albañil. Hijos, mujeres, hermanos y amigos de los tres han estado sirviendo tras la barra de un negocio de ocio nocturno que es como una pequeña familia.
“Mantener la sala durante 12 años ha sido un sufrimiento continuo, pero con gusto. Nosotros disfrutamos con lo que hacemos y dando espacio a cientos de grupos para que puedan ofrecer sus movidas en espacios no subvencionados. Al final, lo más importante es el calor de la gente y la amistad que hemos recibido de gente de todo el mundo. No se paga con dinero”, cuentan los propietarios.
A ellos les cuesta imaginar un futuro inmediato condenado al aforo reducido, con distancias sociales y mascarillas, en un lugar donde la gente se agarra, se besa, baila. Aun así, creen que se van a mantener en pie ofreciendo música y diversión al menos hasta que la fidelidad de su gente no les abandone.