“Mamá, cuídalos bien, pero no atrapes el corona”; mensajes desde Marruecos de una niña a su madre

EL PAÍS selecciona otras cuatro cartas de los lectores con sus historias de la pandemia

DENÍS GALOCHA
Rocío Ortego Delgado

El 11 de marzo de 2004 me tocó atender a decenas de pacientes como estudiante de Medicina en el Hospital Gregorio Marañón de Madrid. Nadie sabía qué había ocurrido. Desconcertada, puse la televisión al llegar a casa y mi corazón dio un vuelco.

El 11 de marzo de 2020, justo 16 años después de los atentados en Madrid, estaba esta vez en una audiencia del tribunal de Rabat. Debía ir a declarar por la demanda de divorcio interpuesta por mi marido unos meses atrás tras meses separados. Nos habíamos expatriado en familia temporalmente a Marruecos en 2017 por el trabajo de mi marido, de nacion...

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El 11 de marzo de 2004 me tocó atender a decenas de pacientes como estudiante de Medicina en el Hospital Gregorio Marañón de Madrid. Nadie sabía qué había ocurrido. Desconcertada, puse la televisión al llegar a casa y mi corazón dio un vuelco.

El 11 de marzo de 2020, justo 16 años después de los atentados en Madrid, estaba esta vez en una audiencia del tribunal de Rabat. Debía ir a declarar por la demanda de divorcio interpuesta por mi marido unos meses atrás tras meses separados. Nos habíamos expatriado en familia temporalmente a Marruecos en 2017 por el trabajo de mi marido, de nacionalidad francesa. Allí descubrí una cultura impactante y una ciudad llena de secretos, pero también que no podía ejercer siendo médica anestesióloga española. Por ello, desde hacía un tiempo me dedicaba a ocuparme de mis hijos y, algunos días al mes, continuaba con mi profesión —mi pasión— en Francia, España o reforzando sistemas sanitarios en África.

El mismo día de la audiencia en Rabat, después de despedirme de mis tres hijos como tantas otras veces, cogí el avión hacia Bilbao donde la necesidad de médicos aumentaba por la covid-19. Fue ya en el avión, cuando la OMS declaró la pandemia. A la jornada siguiente, mientras hacía guardia en el hospital preparando respiradores para la UCI, me enteré por las noticias de que Marruecos cerraba la frontera con España. Aunque hablé con el padre de mis hijos sobre la posibilidad de reagruparnos en España, él prefirió quedarse con los pequeños en Rabat.

El día 13 ya tenía un billete de avión para volver a Marruecos vía París, pero mientras esperaba en el aeropuerto de Bilbao recibí un SMS: “Vuelo Paris-Rabat se cancela debido a la crisis de covid-19”. Marruecos acababa de cerrar las fronteras con Francia. Encontré otro pasaje vía Lisboa, pero a los pocos días ocurrió lo mismo con Portugal. Mi corazón se encogió.

Seguí trabajando en Bilbao mientras el número de enfermos aumentaba y se saturaban los servicios sanitarios de distintas regiones. Yo trataba de explicar a mis hijos que su mamá estaba bien, pero que por el momento no había aviones y que, como cada mes, me ocupaba de personas malitas. “Vale mamá, cuídalos bien, sabemos que nos llevas en tu corazón, pero no atrapes el corona", me dicen. "¿Cuándo vuelves? ¿Cuántos días faltan?”.

Telecelebramos el cuarto cumpleaños de mi hija pequeña. Yo debía volver para soplar las velas con ella, pero seguía sin encontrar aviones hacia Rabat. El 26 de marzo, me dieron la baja por covid-19, tres semanas confinada. A las ocho de la tarde oía cada día los aplausos desde la terraza del piso de Bilbao, cautiva en una ciudad maravillosa. “Yo ya no quiero ser médico, mamá”, me dijo mi hija mayor de ocho años, “el corona separa a las mamás que son médicos de sus hijos”.

Después de eso me vine a París para facilitar el reagrupamiento con mis hijos. Mientras espero un avión o un milagro para verlos, trabajo como médico en el hospital de Fontainebleau en la fase en la que la curva desciende y comienza el desconfinamiento.

Mi hija mayor me envió este dibujo hace apenas una semana.

Por el Día de la Madre, recibí un vídeo. Mi hijo mediano de seis años escribió el guion de una película e hizo filmarla a su padre. La pequeña hacía de mí, una mujer prisionera rodeada de peluches con mascarilla. Mi hijo era el caballero e intentaba salvarla, pero el coronavirus la atacaba. Y mi hija mayor, que interpretaba el papel de médico, la reanimaba y le recordaba que al virus no le gusta al calor. Entonces, subidos a un dragón, el caballero y la médico mataban al virus con fuego y rescataban a la pequeña de la prisión. Todos juntos volábamos así de vuelta a Rabat.

Tenía vuelo para el 1 de junio, pero volvió a ser cancelado. Pronto celebraré mi 40 cumpleaños en Fontainebleau, con mis hijos en mi corazón. “¿Cuándo te podremos abrazar, mamá?, estamos hartos de WhatsApp y la pantalla, queremos tocarte, besarte, jugar contigo, como antes”.


“Mi hija quiere llamarme Cristina, como su maestra”

Aranzazu Solís Quílez / Teruel

La pasada noche soñé que ponía a mis alumnos un examen de Lengua. Era solo un sueño, claro, en la vida real no soy maestra. Al despertar no me rodeaban esos alumnos, sino mis dos hijos, estudiantes míos desde el 13 de marzo, día en que dejaron de asistir a clases presenciales y comenzamos el colegio en casa, o el homeschooling que dicen ahora.

Desde entonces, nuestra salita se ha convertido en un improvisado colegio: una pizarra, libros infantiles, estuches con colores y muchos trabajos colgados en las ventanas y la puerta de acceso hacen que todo sea un poquito más fácil sin dejar de lado la magia. Magia para hacer sus mañanas lo más parecidas a las de antes, para que este período tan largo no se les haga demasiado cuesta arriba.

Un improvisado colegio en casa.

Están aprendiendo muchas cosas importantes, mi hija pequeña a leer y a escribir, a sumar, a pensar en inglés, orientación espacial... Tiene cuatro años y una mañana me preguntó si podía llamarme “Cristina”, como su maestra. Me pareció un gesto entrañable y una forma de jugar a ir al cole de verdad.

También tenemos hora de patio para salir al balcón a coger un poco de aire y comer una pieza de fruta.

Me hablan a la vez, me requieren a la vez, y muchos días todo se vuelve un caos. Y aunque la mayoría de mañanas lo cojo con ganas y empuje, hay momentos en que me faltan las fuerzas. Pero supongo que este nuevo empleo de los padres tiene una recompensa que va más allá de las lecciones aprendidas que marcan los libros de texto o ese sueldo inexistente al final de mes. Son el tipo de cosas que solo se hacen por un hijo.


La nota a los vecinos

José María Ausín / Madrid

Cuando comenzó la encerrona, los que vivimos en el piso, que somos los más jóvenes de la comunidad, nos planteamos qué podíamos hacer por los vecinos mientras durase la situación de excepción, que no esperábamos que se alargara tanto.

Los más prudentes nos quitaron la idea de organizar un bingo desde el patio, así que acabamos por escribir una sencilla nota ofreciéndonos para echar una mano que dejamos en todas las puertas del edificio con nuestro número. Algunos nos contestaron agradecidos y un matrimonio mayor nos pidió que llevásemos a Correos unos paquetes con mascarillas que la mujer había cosido para sus hijos, incluso quiso hacer otras para nosotros. Un día que fuimos a llevarles pan, me sorprendió que algún vecino no hubiera retirado todavía el mensaje de su puerta… Estuve a punto de quitarlo, pero lo dejé donde estaba.

El bingo no salió, pero sí que dimos algún miniconcierto desde la terraza que daba al patio y grabamos hasta un videoclip con el móvil. Un día nos llamó emocionado un hombre. Su padre había fallecido y al ir a su casa a recoger algunas cosas se encontró con nuestra nota en la puerta. Nos quedamos consternados. La única mano que podíamos echarle ahora era la de rezar por su eterno descanso. Escribimos al sacerdote al que seguíamos por la tele habitualmente para que, ese día, ofreciese la misa por el alma de José Manuel. Nos vemos en el cielo, vecino. Cuida de nosotros desde arriba como nos gustaría haberlo podido hacer contigo.


Teresa, la madre de Gretel.

“Nos creímos invencibles”

Gretel Garcerá Solá / Torrent (Valencia)

Nosotros hemos tenido el pack premium del confinamiento. Nos quedamos encerrados con un niño de tres años, un bebé, un ERTE y un duelo. Al principio nos creímos invencibles: sí, estábamos con dos niños pequeños, pero todo era bastante soportable. Hasta que llamó mi hermano desde EE UU. Él fue el primero, con 40 de fiebre y sospecha de covid-19. Pero al poco, recibimos otra llamada para contarnos que por la noche una ambulancia se había llevado a mi madre, de 59 años y sin patologías previas, ahogada por la falta de oxígeno. Cuando parecía que remontaba de su neumonía, un infarto lo detuvo todo. Dos días antes de que falleciera pude hablar con ella, le dije ‘mamá vigílate cuando llegues al octavo día’, parece que ahí es cuando todo se complica, y me contestó: ‘Ok mi niña, cuida de tu marido y tus hijos’. A mí me sonó a despedida. Colgué el teléfono y lloré, lloré mucho. Le dije a mi marido, mi madre se acaba de despedir de mí, algo me dice que no lo va a superar". Hoy, 45 días después, mi hermano, de 20 años, sigue aislado esperando dar negativo en el test y sin haber recibido ni un solo abrazo, ni un solo beso. Solo ha salido de su casa para recoger las cenizas de nuestra madre.

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