Recuerdos de aquellos que se fueron

Hoy en Historias de la pandemia, EL PAÍS selecciona cinco cartas de lectores que rememoran a los seres queridos que han perdido

Víctor Pellicer Vayá
Quart de Poblet (Valencia) -

Mi historia es la de un gran vacío, una gran pérdida que nos ha tocado sufrir en plena pandemia a mi hija y a mí, y a toda nuestra familia. Mi mujer falleció el día 14 de abril a los 40 años de edad después de estar tratándose de un cáncer de mama desde 2018. Ella ha sido una gran luchadora y un ejemplo para nosotros, siempre sonriente y con una ilusión que lo inundaba todo. Lo dábamos por superado, porque todas las pruebas durante este 2020 salían bien, hasta que a mediados de marzo empezó con fatiga. Pensamos que sería covid, pero en el hospital lo descartaron y nos dieron la peor de las not...

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Mi historia es la de un gran vacío, una gran pérdida que nos ha tocado sufrir en plena pandemia a mi hija y a mí, y a toda nuestra familia. Mi mujer falleció el día 14 de abril a los 40 años de edad después de estar tratándose de un cáncer de mama desde 2018. Ella ha sido una gran luchadora y un ejemplo para nosotros, siempre sonriente y con una ilusión que lo inundaba todo. Lo dábamos por superado, porque todas las pruebas durante este 2020 salían bien, hasta que a mediados de marzo empezó con fatiga. Pensamos que sería covid, pero en el hospital lo descartaron y nos dieron la peor de las noticias: el maldito cáncer había vuelto a aparecer y con más fuerza que nunca.

Ángela Martínez Blasco.

Los primeros días tuvo que estar sola por protocolo del hospital y yo no pude acudir a atenderla hasta una semana y media después. La situación en el hospital era muy tensa por la pandemia, pero los profesionales sanitarios, y más en el departamento de oncología, son unos ángeles y se portaron siempre muy bien con nosotros. Al final, nos dejó. Pero por el estado de alarma y la situación que vivimos no pudimos hacerle el funeral que merecía. Por desgracia, imagino que esa sensación de impotencia la habrán tenido miles de personas estos días. Es muy duro no poder despedirse de la que ha sido la mejor esposa, hija, madre y amiga posible. Te queremos, mami.

La vida al revés en dos meses

Marimar Huguet-Jerez / Princeton (EE UU)

Primero fue lo de mi padre. Me llamó mi hermana desesperada porque papá había muerto, había tenido un ataque al corazón. Una de esas llamadas que todos tememos y pensamos que solo les pasan a los demás, pero que, de repente, eres tú quien la recibe. Fue el martes 21 de enero de este año.

Justo la semana anterior había pasado yo unos días en casa de mis padres. Al vivir en Princeton, New Jersey, Estados Unidos, estas visitas siempre les hacían muchísima ilusión. La última vez que vi a mi padre con vida fue el domingo 19 a las siete de la mañana, cuando se despedía de mí desde el balcón, mientras me metía en el taxi que me llevaría al aeropuerto de Madrid.

Solo dos días después tuve que comprarme otro billete para volver a Madrid inmediatamente. Sin todavía haberme recuperado del jetlag, ahí estaba de nuevo el jueves 23 por la mañana, en el tanatorio de Alcorcón, viendo a mi padre tras una fría luna de cristal, tendido con cara de cierta felicidad. Abrazos de nuevo a la familia, lloros, y, sobre todo, incredulidad.

Mi madre, afectada desde hacía años por una terrible y galopante artrosis, no duró en casa sola ni una semana. La pérdida súbita de mi padre hizo que la enfermedad le agarrotara extrañamente el cuerpo y que la cabeza se le fuera un poco. Fue extraño, porque los primeros días tras la muerte todo iba bien, pero al sexto día, de repente, su cuerpo y mente empezaron a caer en picado, como si finalmente hubiesen procesado el duro significado de la partida de mi padre.

Los padres de Marimar.

En menos de una semana y media, tuvo que ser ingresada en una residencia en Villaverde. Yo, ya de vuelta en Princeton, la llamaba y me decía lo triste que estaba, que se quería morir. Su cuerpo realmente la había abandonado. Si antes tenía una dificultad severa para caminar, ahora no podía ni levantarse de la silla de ruedas en la que había quedado postrada. Me decía: “¿Tú sabes lo que es abrir los ojos por la mañana y no poder ni incorporarte por ti sola?”.

Pese al retroceso de su cuerpo y su mente, a principios de marzo, empezó por fin unas clases de terapia física que le sentaban muy bien. Además, yo iba a ir a verla a mediados de marzo de nuevo, lo que le hacía mirar al futuro con esperanza de algo positivo. Esas pequeñas cosas y las visitas de mis hermanos, y otros miembros de la familia, la mantenían medianamente a flote en un entorno al que realmente no se acostumbraba y del que quería salir ‘en cuanto estuviese más fuerte’.

Pero entonces la pandemia, que cada vez llenaba más y más los titulares de todos los medios de comunicación, hizo que se prohibieran las visitas a residencias de ancianos, justo a una semana de mi tan esperada visita. Mi viaje tuvo que ser cancelado, al igual que otras visitas. Y el ánimo de mi madre se extinguió.

El virus, además, se coló en su residencia, como en tantas otras. Aparte de no poder ver a la familia, ahora los ancianos tenían que estar confinados en sus habitaciones, cual presos. En el caso de mi madre, con el impedimento añadido de su falta de movilidad. La poca ilusión que le quedaba en la vida se esfumó.

El domingo 30 de marzo mi hermano mayor me llamó a las tres de la mañana, hora española, para darme la fatídica noticia: mamá había muerto. Parada cardíaca, le dijeron. No se le hicieron pruebas del virus. Tampoco se pudo ir a despedirse de ella. Se la llevaron al tanatorio de La Paz, donde unas semanas después la incineran sin ningún ser querido a su alrededor.

Nunca agradecí tanto haber podido hacer esa acostumbrada visita a mis padres en enero.


Adiós a una generación

José A. García / Getafe

Esta pandemia nos ha mostrado nuestra indefensión ante un mal que poco preveíamos y que arrasa con todo.

Este mal nos ha quitado aquello que más apreciamos, aunque antes quizá no lo pensábamos: el contacto con nuestros seres queridos, nuestros mayores y pequeños.

También nos ha demostrado la importancia que tienen todos los trabajos, y lo importante que es una remuneración justa para ellos. Por qué todo trabajo necesita una dedicación, como se está viendo hoy día.

Se habla de las personas que están arriesgando su vida y la de sus seres queridos en sus trabajos, para que todos nosotros podamos mantener la calidad de vida y el orden en nuestra sociedad. Sin embargo, muchas de las personas que hicieron posible que España esté donde se encuentra hoy son justamente los de la generación que se nos está yendo. Todos ellos son un ejemplo de superación, como mi padre.

Él se quedó sin padre muy joven, a los ocho años. Era el segundo de cuatro hermanos, el mayor de los varones. Y como muchos de esta generación tuvo que empezar a trabajar a esa edad para sacar a la familia adelante. En el campo, un trabajo duro del que a menudo se olvida su importancia. Tuvo que emigrar a Madrid, dejando atrás sus raíces y su familia. Una vez en la ciudad, luchador incansable, como otros muchos como él, se formó como pudo y logró encontrar un oficio, para crear una familia. Pero siempre a base de muchas horas y horas, que no estuvo con sus seres queridos. El trabajo precario e inseguro se expande como la mala hierba.

Luego estalló la crisis del ladrillo, que arrasó con todo y con todos. La empresa donde estaba, familiar y luchadora, aguantó hasta que no pudo más. Después de ello, para más inri, llegó la enfermedad.

Después de muchos años de lucha y varias operaciones a vida o muerte, los mismos médicos se sorprendían de su fortaleza. Pero llegó el bicho, en unas residencias por encima de sus posibilidades. Trabajo precario e infravalorado, como todo lo que incumbe a los mayores y la salud.

Y un viernes santo, después de toda esta lucha, nos dejó. El virus y todas sus circunstancias se lo llevaron, sin un velatorio, sin que sus familiares y amigos le acompañaran en el entierro, sin la despedida que se merecían tantos de su generación. Esa que tanto ha trabajado, luchado y enseñado, y que tan poco ha recibido.

Uno de esos nombres y apellidos es mi padre: José García L., la mejor persona que he conocido.


Más cerca y más lejos que nunca

Itziar Vinagre / Londres (Reino Unido)

Mi marido y yo recalamos en el Reino Unido en busca de empleo digno en mitad de la crisis, aquella otra crisis. Casi siete años después, seguimos aquí, con dos niñas. Y ahora, como a casi todo el mundo, la covid-19 nos ha cambiado la vida.

Desde que nuestras familias y amigos en España se encerraron en casa, comenzó también para nosotros el confinamiento. Unas semanas por detrás y algo más relajadamente, sabíamos que nos llegaría. Y con el confinamiento llegó también la desconexión física con el mundo exterior y con nuestra rutina. Al cabo de unos días me di cuenta que me guiaba más por las cosas que sucedían en España que por las que ocurrían aquí.

Las llamadas, videoconferencias, mensajes y memes me trasladaban a San Sebastián y a Madrid, y me acercaban la realidad de mis seres queridos haciéndome participe de ella. De pronto la distancia se hizo más pequeña, quizá también por el simple hecho de que ni siquiera ellos, allí, podían verse ni tocarse. Ahora todos estaban lejos unos de los otros.

Me di cuenta de que los aplausos que daba en la ventana desde aquí eran, en mi caso, para los sanitarios españoles. Los abrazos que más deseaba eran los de mi familia y amigos, el olor que más ansiaba era el de la playa y el salitre del Cantábrico.

La abuela de Itziar.

En este tiempo, he seguido en la distancia cómo mis tíos recibían el alta médica. He sentido el fallecimiento de mi abuela. Con el corazón encogido por la emoción y a la vez sonriendo de alegría, he visto las caras de los hijos de mis amigos el primer día que salieron a la calle y las fotos de algunos nietos saludando a sus abuelos que miraban desde el balcón. También casi he llegado a oler las hogazas de pan al estilo Ivan Yarza de mis amigos y me he divertido imaginándomelos durmiendo con sus mallas de correr puestas para poder salir antes el día 2 de mayo.

Mis hijas aún no pueden ver a sus abuelos más que en una pantalla y tendré que esperar más que el resto para poder tomarme una caña con mis amigos. Y sin embargo, los siento a todos más cerca que nunca y les acompaño cada día en los pequeños logros hacia la nueva normalidad. Como yo, otras miles de personas desde el extranjero han deseado estar más cerca y han aplaudido desde la distancia la paciencia y el sacrificio de los suyos.

Lo que más entristece es que esta crisis aleja un poco más el retorno a casa, el de las vacaciones y el de verdad, aquel que esperamos cada día. Aunque, una vez más, he sentido que mi familia, mis amigos y mi país siempre están ahí. Eso no hay ni crisis ni pandemia que lo cambie.


La nueva normalidad

Adrián Schvarzstein / Barcelona

Parecía una broma. Estrenábamos espectáculo en Suiza un viernes 13 de marzo y unas horas antes se comunicó que los teatros cerraban ese día. Logré subirme a un avión después de dos vuelos cancelados y llegar a casa la noche del domingo. A partir de ahí solo hubo cancelaciones: una ópera en Austria, un espectáculo en Polonia, así hasta quedarme sin nada, cero.

El padre de Adrián, hoy fallecido, el día en que cerró su negocio, en febrero de 2019.

La noche del 14 de abril, de repente, el virus se llevó a mi padre, un hombre lleno de humor, siempre con una sonrisa. Su entierro fue estrambótico: él había donado su cuerpo a la ciencia, pero debido al coronavirus debía ser cremado. Tampoco se pudo, porque tenía un marcapasos que podía explotar durante la cremación y quitarlo era imposible. Hubo que enterrarlo. Y ahí vino el vaivén de las compañías funerarias, el negocio ante la tragedia, todo con un 21% de IVA, la participación del Estado en el funeral como beneficiario.

No es fácil estar en casa solo, aguantando a fuerza de zooms, chats y pantallitas, pero reconforta la solidaridad y humanidad de los vecinos, aquellos con los que compartir tu dolor y tu alegría, mi nueva familia.

Y te preguntas, ¿ahora qué es lo importante? Poder devolver a la gente una sonrisa sin mascarilla , un abrazo sin guantes... No existe una “nueva normalidad”, porque el beso vino hace muchísimos años para quedarse.

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