La vida en una piscina de pueblo
Oasis que emergen en los lugares más insospechados, son los grandes centros sociales del verano en la España interior y dan consuelo a quienes no pueden ir a la playa
En los pueblos siempre es interesante preguntar de qué vive allí la gente, pero en verano todas las preguntas palidecen ante la decisiva: ¿aquí dónde van a bañarse? Es entonces cuando en media España emerge la piscina, un tesoro escondido en lugares insospechados. Incluso pueblos de 200 habitantes pueden tener unas instalaciones de caerse de espaldas, en lugares apartados donde al cruzar la puerta se descubre dónde está todo el mundo. Las humildes piscinas donde pasa el verano quien no puede ir a la playa. Que con el panorama ...
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En los pueblos siempre es interesante preguntar de qué vive allí la gente, pero en verano todas las preguntas palidecen ante la decisiva: ¿aquí dónde van a bañarse? Es entonces cuando en media España emerge la piscina, un tesoro escondido en lugares insospechados. Incluso pueblos de 200 habitantes pueden tener unas instalaciones de caerse de espaldas, en lugares apartados donde al cruzar la puerta se descubre dónde está todo el mundo. Las humildes piscinas donde pasa el verano quien no puede ir a la playa. Que con el panorama que hay debe de ser bastante más gente de la que parece. Pero no suelen salir en el telediario, siempre se conectan con Alicante.
Para conocer España en verano no se puede no ir a las piscinas, y más este año, que en 2020 a muchas no se podía ir, por las restricciones. Como en el cuento de John Cheever, se podría atravesar el país nadando de piscina en piscina por la España interior, donde durante siglos el mar solo existía como fantasía y el centollo era un animal mitológico. Aquí solo hemos curioseado un poco en Castilla y León. En cada zona hay alguna famosa, pero preguntando, tiene una fama sorprendente la de Valencia de Don Juan, provincia de León, algo más de 5.000 vecinos.
Conducir por la meseta en agosto descansa la mirada, es todo luz y horizonte. Nubes como una regata de veleros, cielos tranquilizadores. Águilas culebreras, cigüeñas. Solo se coge Radio Clásica, el rosario y poco más. Infinitas gamas de marrones. Ya ha sido la cosecha y los campos están deconstruidos en pacas, como si hubieran empezado un paisaje cubista y lo hubieran dejado a medias. Hay torreones de heno que dan ganas de parar el coche y ponerse a saltar encima. En la llanura se divisan manchas verdes, chopos, un río. Y un castillo, el de Valencia de Don Juan (León). Al pie, las instalaciones municipales, una institución desde 1976.
Al entrar, el olor a crema transporta a la infancia. Es una extensión de césped enorme, con varias piscinas. Una de olas, en la que el desafío es llegar a subirse a una boya gigante resbaladiza y que no para quieta. Otra de toboganes se llama el Dragón Coyantino (el gentilicio local). Hay miles de personas, no es una exageración. Tienen una afluencia de 250.000 visitantes cada verano, salen 2.700 al día. Y todos con gorro, increíble, que es obligatorio. ¿De dónde salen? Al preguntar, los primeros son asturianos: “Es que hoy allí daban mal tiempo”. ¿Pero venís de tan lejos? “Bueno, con la autovía es hora y pico”. Piensas que están locos, hasta que los segundos, y los terceros, y muchos más, son asturianos. Es un fenómeno que en León describen como “los asturianos vienen a secarse”. Valencia de Don Juan préstales mucho, aunque después de todo el día acaban refalfiados (que les gusta pero luego acabas saturado, es para hacer de vez en cuando).
“Aquí vienen de Asturias, de Galicia, de Valladolid, de Zamora, de La Rioja”, cuenta un camarero del bar. El móvil dice que desde Logroño son tres horas, pero el hombre jura que es así. También se oye llamar a niños inequívocamente vascos. En estos pueblos en verano vuelven los emigrantes. Antes, cuando las matrículas se descifraban, estaban llenos de coches de Bilbao y Barcelona. Y ahora se mezclan con las nuevas generaciones de familias marroquíes y búlgaras.
En verano es bonito ver en los pueblos la gente que se reencuentra, y la piscina es un lugar propicio. Grandes saludos, se cuenta la vida, se presenta a los niños, y a veces también entre la alegría se cuela la noticia de una desgracia que no se sabía. Se nota por cómo cambian las caras: “Me dejas helada. No tenía ni idea”. Pasando de los mayores, los niños disfrutan simplemente flotando en el agua, con el placer de la ingravidez. “¿A ti te dejan ir a lo hondo? A mí sí”. Se ven espaldas peladas. Algunos críos hacen incursiones sin permiso al bar, sitio fascinante de esos que son quiosco y venden de todo, y tiene una máquina de Fórmula 1 con sillón y volante, y se sientan a moverlo sin monedas. Se venden algunos libros. Novela negra y Un polvo en condiciones, de Irvine Welsh, que para eso estamos de vacaciones.
Cada familia tiene ya su zona, de forma consuetudinaria, y saluda a conocidos. Grandes despliegues de neveras y sillas plegables, está prohibido poner sombrilla. Un aviso por megafonía: “El dueño del vehículo matrícula tal pase por la taquilla principal”. Y te fijas a ver si sale alguien corriendo. Y otro clásico: “Por su propio interés mantengan sus propiedades controladas en todo momento”. Pero quién demonios pensará esas frases tan ortopédicas que luego ya se quedan entre nosotros. Por la tarde, partida de voley playa los jóvenes, y los mayores, de petanca. Aquí hay de todo. También una pantalla gigante en el bar para ver los Juegos Olímpicos. Allí se han instalado algunos señores mayores, ajenos a las delicias acuáticas. Prefieren la sombra y la partida.
Además de otra Valencia, también hay otro Benidorm. Eso pone en el parque acuático Gran Florida de Castronuño, 800 habitantes, provincia de Valladolid, junto a un gran meandro del Duero. En el edificio original, que abrió en 1975, aún se leen unas viejas letras: “Bar Fonda San José. Complejo Turístico El Benidor de Castilla” (sic). Es una empresa familiar que volvió a abrir en 2008. Tiene su encanto y es muy de andar por casa, pero te llevas una sorpresa: tres piscinas, unos toboganes realmente gigantes y uno de tubo de 71 metros. Han hecho cuadrículas en el césped para asegurar la distancia y son muy amables.
A la gente le dices que eres periodista y no se lo creen, como si por aquí no hubiera nada de interés. Es parquedad castellana. En estos pueblos de Castilla parece que no hay nada, pero luego miras la Wikipedia y flipas. Los más modernos son del año mil. Al pasar por Alaejos, ahí al lado, resulta que es las antípodas de Wellington, la capital de Nueva Zelanda. Más antípodas no se puede. Los ancianos hablan con propiedad, sin acento, de forma cristalina. Se quejan de que en invierno allí solo son abuelos, y se alegran de que en verano esto se alegre: en la piscina son todo familias y jóvenes. Aquí también hay reencuentros, con algo de dificultad: “¡Ay, es que con la mascarilla no te reconocía!”. Un chico y una chica que hace mil años que no se veían: “¡Pues yo nos veo igual!”.
Al pueblo siempre se vuelve, por muy moderno que sea uno. Y menos mal. Gente que vive en Madrid, en el extranjero. Uno que es médico en el Reino Unido o ingeniero en Alemania. Vuelven a las raíces, a encontrar exactamente esto, el cartel con los helados tachados, el futbolín, el bocata gigante de lomo, un frasco con pepinillos en la barra. En verano se desea que nada haya cambiado, para reencontrarse con las cosas como se habían dejado, como han sido siempre. Reconcilia comprobar que se mantienen los estereotipos de forma natural.
La gente se saca un ron con Coca-Cola en vaso grande de plástico y están pensando que esto es vida. Como contraste, llega una pareja con dos niños pequeños, agitados y discutiendo por dónde has puesto esto y lo otro. Él se ha traído el ordenador y come mientras mira cosas, debe de estar teletrabajando, aceleradísimo. Teclea con el meñique porque los otros dedos los tiene manchados de patatas fritas. Si le viera su jefe quizá se mosquearía, pero lo cierto es que parece que resuelve su trabajo, no para. Es una imagen de los malabares de los padres para dar un verano decente a los niños mientras siguen currando. Porque luego preguntas y quien más quien menos en agosto tiene algún plan. Se va 15 días a Denia, o una semana a casa de su primo en Almuñécar.
La piscina es territorio juvenil, es un ecosistema de pandillas. Los chavales se tiran de forma incansable por los toboganes, subiendo y bajando sin parar, en una repetición constante donde parece no minarse nunca la diversión. Están los toboganes pequeños y los grandes, que para los niños es como el Tourmalet, se habla de ellos en plan legendario. Llegar a tirarse ya en los grandes supone un paso evolutivo y el desprecio a los que se han quedado atrás. Los niños pillan muy pronto el concepto de jerarquía, que tan útil es en la vida.
Frente al frenesí infantil, hay un grupo de chicas adolescentes indolentes, tumbadas mirando el móvil. Llegan tres chicos de su edad y se tumban al lado a hacer lo mismo. Apenas se hablan. Uno ha llevado una baraja, viejo estilo, y fracasa. Nadie quiere jugar. ¿Quién se baña? Nadie. Todo les da pereza. En la piscina, dos mozalbetes se tiran por el tobogán a lo bestia, para salpicar más que nadie, en una clara exhibición de virilidad. Descienden cargados de hormonas hasta las orejas. Meten tripa. Pero no hay nadie mirando. En las alturas se ven puntitos que giran en círculo, son buitres.
Al atardecer, éxodo de familias con niños derrotados por el sol y el cloro. Luego están los que se quedan hasta el final, a cerrar la piscina, cuando no hay nadie y es un gustazo. Al pasar por los pueblos de retirada, el crepúsculo es la hora del paseo. La gente echa una caminata por la carretera, y siempre hay que andar esquivándola. Otra institución es salir a la fresca con las sillas. Cuando pasas con el coche ves cómo miran la matrícula y luego a ti, a ver si te conocen. Y si saludas, te saludan, pensando que no caen, quién será, y da para cinco minutos de conversación. En el pueblo los niños desaparecen por la mañana con la bici y solo vuelven a comer y cenar, a veces ni a merendar. Cuando el reloj de la plaza da las doce de la noche, todo el mundo a casa. El verano es la libertad para hacer todo el rato lo mismo, lo que te gusta. Mañana, a la piscina.
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