¿Son realmente inteligentes las ciudades inteligentes?
‘Smart city’ sigue resultando un concepto un tanto incompleto, casi sin sabor, como una especie de oración a medias a la que le falta un predicado
Cuando los conceptos se repiten muchas veces, pierden su sentido, erosionando de algún modo el estrecho vínculo entre significante y significado. Cuando los conceptos se plantean como la respuesta mágica a un problema, despiertan desconfianza. Cuando sin entender el problema aportamos soluciones, es bastante probable que nos equivoquemos.
En un momento en el que todo ha pasado a ser ‘inteligente’ ―los hogares, los coches, los...
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Cuando los conceptos se repiten muchas veces, pierden su sentido, erosionando de algún modo el estrecho vínculo entre significante y significado. Cuando los conceptos se plantean como la respuesta mágica a un problema, despiertan desconfianza. Cuando sin entender el problema aportamos soluciones, es bastante probable que nos equivoquemos.
En un momento en el que todo ha pasado a ser ‘inteligente’ ―los hogares, los coches, los teléfonos… “Hasta las personas”, como dijo con sorna un catedrático―, lo de que las ciudades sean inteligentes suena más bien a bomba de humo que amenaza con difuminar los verdaderos problemas urbanos. Un poco como lo de “horno pirolítico”, que sí, es un concepto pegadizo, que suena bien, pero que nunca tienes muy claro qué termina de ser, aunque lo busques en Google.
El análisis de las ciudades es complejo. Muy complejo, de hecho. Las ciudades son una aglomeración de personas, de ideas, de interacciones sociales, de empresas, de economía, de coches, de humo, de ruido, de vidas. Los procesos urbanos son difíciles de entender y siempre, siempre, nos quedan cuestiones y matices por explicar, por comprender, de modo que tenemos muchas preguntas sin respuesta (aunque también tengamos algunas certezas).
Además, las ciudades tienen esa gran virtud de concentrar problemas, así que no es raro que proliferen las soluciones cuasi-mágicas, o las respuestas a preguntas que, en realidad, ni siquiera hemos llegado a formular o a plantear adecuadamente. En parte por eso, lo de smart city sigue resultando un concepto un tanto incompleto, casi sin sabor, como una especie de oración a medias a la que le falta un predicado. La ciudad inteligente ha acabado siendo uno de esos conceptos un tanto vacíos, tautológicos (ciudad inteligente es la que ofrece soluciones inteligentes a sus habitantes), poco afortunados incluso, que se definen a sí mismos a partir de sí mismos, sobre sí mismos y así hasta el infinito. Adornado, eso sí, con algoritmos y luces led de bajo consumo.
Ciudad inteligente suena a cuestión futurista, alejada de nuestra vida cotidiana, pero siempre eficiente. Sea lo que sea esa eficiencia. Incluso para quienes no existíamos aún en 1962 o para quienes no tienen idea de quiénes fueron Hanna y Barbera, suena un poco a escenario en el que ubicar a Los Supersónicos. Un poco como el Springfield que aclamaba las virtudes del monorraíl.
Probablemente, parte de la insatisfacción con el concepto tenga que ver con las expectativas creadas y con cierta tendencia que tenemos, como sociedad, a plantear soluciones sin haber analizado y diagnosticado bien los problemas a los que debieran responder. La ciudad inteligente iba a ser la ciudad innovadora que recurría a la información, a las tecnologías de la comunicación y a otros medios tecnológicos para mejorar la calidad de vida de las personas, la eficiencia de los servicios y la competitividad de las sociedades. Pero resulta que vivimos en ciudades invivibles, dominadas por los atascos; ciudades gentrificadas, ciudades que expulsan y que carecen de espacios accesibles.
La pregunta, sin duda, es si puede ser inteligente una ciudad que discrimina o expulsa a sus habitantes. ¿Cómo va a ser inteligente una ciudad que deja atrás lo social? ¿Puede ser inteligente la ciudad que segrega? ¿Y la que discrimina o carece de accesibilidad física? Entonces, si vamos más allá: ¿existen las ciudades necias?; ¿existen las ciudades tontas?
La cuestión es que, las ciudades, además de acumular problemas propios, no dejan de manifestar los problemas que tiene la sociedad en la que se encuentran. Por eso mismo, la ciudad inteligente no puede ser la solución mágica y todopoderosa que haga desaparecer la desigualdad, los atascos, la contaminación y, si me apuras, a tu vecino el que te despierta todas las noches a las 3 de la mañana. La smart city no deja de ser una herramienta que nos puede ayudar a solucionar parte de los problemas que caracterizan hoy las ciudades. Si lo hacen en el marco de la eficiencia y nos dotan de herramientas que nos ayuden a evaluar las soluciones y los problemas, mejor todavía.
Pero, de la misma manera que la Inteligencia Artificial (otra gran promesa) tiene sus luces y sus sombras, por mucho algoritmo y sensor que instalemos, necesitaremos ser capaces de repensar qué sociedad queremos ser, cómo abordamos los problemas, cómo hacemos que las ciudades sean vivibles y cómo desarrollamos las políticas públicas adecuadas. Entonces sí podremos apoyarnos en todas las herramientas tecnológicas a nuestro alcance, en la ciencia de la computación y, si hace falta y nos es útil, hasta en la ciencia de los hornos pirolíticos. Solo entonces tendremos menos dudas sobre la inteligencia de las ciudades.
Irene Lebrusán es Doctora en Sociología, profesora de la Universidad Autónoma de Madrid y autora del libro La vivienda en la vejez: problemas y estrategias para envejecer en sociedad.