Cuéntame un cuento y verás qué contento

En campaña nuestras verdades son absolutas, no relativas

Vi el debate, los debates. Pensé en mis cosas.

Hay una señora encantadora que está en la pelu y piensa que Iglesias le quitará el yate si gana. Un chico airado está convencido de que con Sánchez en Moncloa se seguirá paniaguando al cine español. La prima de un cuñado de nosequién le ha dicho a nosequién que Rajoy fue el primero que robó y que solo el silencio pagado de un Al Capone hortera entre rejas impide que se sepa. Y Remigio, al que sus papás le pusieron...

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Vi el debate, los debates. Pensé en mis cosas.

Hay una señora encantadora que está en la pelu y piensa que Iglesias le quitará el yate si gana. Un chico airado está convencido de que con Sánchez en Moncloa se seguirá paniaguando al cine español. La prima de un cuñado de nosequién le ha dicho a nosequién que Rajoy fue el primero que robó y que solo el silencio pagado de un Al Capone hortera entre rejas impide que se sepa. Y Remigio, al que sus papás le pusieron así por aquella genialidad de Gila (“me llamo Remigio… pero soy feliz”), insiste con la matraca de que Rivera es solo un espabilado de diseño, eso sí, con un perfil que para sí lo quisieran las estatuas de Praxíteles.

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Todos tienen, tenemos, sus verdades, nuestras verdades.

No son verdades relativas, sino absolutas. Así que ¿para qué vamos a un mitin? ¿Por qué miramos los debates?

No vamos a un mitin de Albert –nótese que el relato cambia al tuteo, síntoma de relajación- para comprobar si es de verdad o tan solo un madelman articulado capaz de aliarse con Belcebú. Ni a uno de Pedro solo para echar de menos a Felipe. Ni a uno de Pablo para satisfacer nuestra sed de buena conciencia aunque sepamos que en el fondo –y en la superficie— somos vividores mecanos de consumo interno en vez de vanguardia de la soldadesca ciudadana según se entra a mano izquierda o extrema izquierda. No vamos a la paella popular de Rajoy anteayer en Marbella para que aquel barbudo que comía lentejas mientras fumaba puros y leía el Marca en el Ministerio de Cultura (doy fe) haga otra cosa distinta a eso. Porque lo que quiero exactamente de él es ESO.

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Fuimos al mitin del pabellón de deportes, o a la paella popular, o a jugar al dominó a Olmedo o a ver los debates de Antena 3 y EL PAÍS para dos cosas, pero sobre todo para una. Para que nos contasen cuentos chinos, que no otra cosa son nuestras verdades intrínsecas e inalterables. Sí, bueno, y porque no teníamos mejor plan aquella tarde. En eso pasa como con las manifestaciones. Porque ¿a qué vamos a una manifestación, a gritar lo nuestro o a que nadie grite lo contrario?

Soy sencillo, tirando a simple. Quiero que Rajoy me cuente que la cosa va mejor y mejor que va a ir, y que lo haga con esa desarmante cara de pan sin sal, porque eso no se finge, eso se es. Que Iglesias me mire y yo sienta que me está cantando la Internacional a mí solo, desde detrás de esa dentadura jeroglífica. Que Rivera confirme en mis adentros su condición de supernova capaz de reeditar aquel spleen perdido de los viejos hombres de derechas con arsenal dialéctico, pero en versión 2.0 y Hugo Boss, chico listo. Quiero que Sánchez me meta en vena las recurrentes aunque confortables ruedas de molino sobre lo que la izquierda… lo que la izquierda… ay, la izquierda.

Mi vida es banal, no quiero líos. Solo que me digan lo que sé que quiero oír y me enseñen lo que sé que quiero ver. Como cuando compro un periódico. Ya lo aullaron Celtas Cortos: cuéntame un cuento y verás qué contento.

¿O qué creían, que una campaña era pensar por uno mismo?

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