Columna

Guerra, constitución e independencia

Esta y cualquier otra independencia es más un proceso colectivo no lineal ni definitivo que un grito, un plan, un acta o la voluntad declarada de un puñado de sujetos

Retrato de Agustín de Iturbide,Bettmann (Bettmann Archive)

Hace 200 años 35 varones declararon en la Ciudad de México que la empresa memorable que había principiado siete meses atrás en el sureño pueblo de Iguala estaba “consumada” y que la nación mexicana quedaba desde ese día libre de la opresión en que había vivido por tres siglos. Los signatarios reflejaban en su mayoría la elite propietaria, eclesiástica, letrada y titulada de la capital pero también figuraban un par de cántabros, un conquense, un vasco, un alicantino, un caraqueño y un bonaerense.

Consagrada como certificado de nacimiento, dicha acta tan indiscutida como ignorada, se ha c...

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Hace 200 años 35 varones declararon en la Ciudad de México que la empresa memorable que había principiado siete meses atrás en el sureño pueblo de Iguala estaba “consumada” y que la nación mexicana quedaba desde ese día libre de la opresión en que había vivido por tres siglos. Los signatarios reflejaban en su mayoría la elite propietaria, eclesiástica, letrada y titulada de la capital pero también figuraban un par de cántabros, un conquense, un vasco, un alicantino, un caraqueño y un bonaerense.

Consagrada como certificado de nacimiento, dicha acta tan indiscutida como ignorada, se ha convertido en el punto final del relato épico de la liberación patriótica mexicana. El participio ahí sembrado germinó con los años en el sustantivo con que hasta hoy se distingue tradicionalmente a esa etapa final del proceso independentista: la “consumación”. Los relatos patrios y las ansiosas conmemoraciones han batallado siempre con el peculiar Jano bifronte de la independencia mexicana que mira por un lado a 1810 y por el otro a 1821.

Afecto al maniqueísmo, ese relato patrio independentista ha cultivado a lo largo de dos siglos binomios antagónicos dentro de los cuales figura el inicio y la consumación: españoles-americanos, realistas-insurgentes o republicanos-monárquicos de los que luego se han desprendido otros para dar cuenta de tiempos posteriores (yorkinos-escoceses, centralistas-federalistas y liberales-conservadores). En esa narrativa binaria y reacia a los matices y a los procesos, el inicio y la consumación de la independencia no solo han funcionado como confines de la gesta emancipadora sino más aún como símbolos de dos proyectos antitéticos: la revolución popular y la alianza oligárquica. La del cura Miguel Hidalgo habría sido, entonces, el vértigo impetuoso y genésico de la libertad originaria; la de Agustín de Iturbide, en cambio, el calculado contubernio de los privilegiados. La ancestral dialéctica entre mayorías y minorías ha quedado sintetizada en el alfa y el omega de un conflicto que, visto así, no es sino un capítulo más de una espiral interminable.

Los protagonistas del independentismo trigarante en 1821 atizaron esa diferencia. El plan de Iguala con que comenzó ese movimiento recuperaba “la voz que resonó en el pueblo de los Dolores en 1810″ pero reprochaba las tantas desgracias que había originado por su desorden, su abandono y su multitud de vicios. En las numerosas cartas con que Iturbide buscó atraer complicidades a su proyecto insistió en diferenciarse del sistema bárbaro, sanguinario y grosero que él mismo había combatido años atrás, en contraste con la que hacía ver como una propuesta razonada, respetuosa de las propiedades, de los fueros y del nombre del rey. En esta visión, la empresa de la que se habló en la declaración de independencia había comenzado en Iguala, no en Dolores. Por su parte, los insurgentes que se fueron incorporando a la trigarancia también buscaron hacer valer siempre que pudieron la legitimidad de la independencia por la que siempre pelearon y los grados y galones que la nación —y no un virrey— les había concedido.

Ese contraste interesado e historiable, operativo y redituable en su momento y replicado por dos siglos en los usos políticos y cívicos del pasado, eclipsa el proceso histórico en el que puede ser mejor comprendida la independencia mexicana. Porque en cosa de 60 años América y Europa cambiaron radicalmente. La llamada era de las revoluciones derruyó las estructuras imperiales que relacionaban a ambos continentes e hizo aflorar estados nacionales cimentados en gobiernos representativos. Esa transición tuvo dos motores a veces complementarios: la guerra y la constitución. Las independencias de Estados Unidos y de Haití, la Revolución Francesa, la expansión napoleónica y las independencias hispanoamericanas se produjeron a golpe de cañón y de asambleas. Fueron colosales ciclos de movilizaciones armadas que condicionaron experimentos políticos de muy diverso signo en los que, a partir de marcos normativos discutidos y discutibles, el poder absoluto de origen trascendente se convirtió en poder de ejercicio limitado, originado por y para la comunidad política. Ese espíritu recorrió lo mismo Filadelfia que París, Cádiz o Apatzingán, Cúcuta o Lima.

Ni la guerra ni la constitución deben ser entendidos como episodios icónicos sino como experiencias concretas vividas y asimiladas por sociedades enteras. El independentismo mexicano de 1821 se asentó y se proyectó en ambas. La restablecida vigencia de la Constitución gaditana en 1820 habilitó discusiones, principios e instituciones que, sustentadas en la legitimidad representativa, canalizaron y cristalizaron la independencia trigarante y la creación del Imperio Mexicano. En los más de mil ayuntamientos constitucionales, en las diputaciones provinciales y en la libertad de imprenta fructificó un tipo de organización colectiva que ya no desaparecería.

Y la guerra practicada durante diez años explica el arraigo y los impactos de la violencia ejercida o insinuada por las partes beligerantes, la militarización del gobierno virreinal y de todas las provincias novohispanas, la masificación de las fuerzas milicianas, la proliferación de liderazgos carismáticos fincados en bases armadas, la persistencia guerrillera, la radicalización de las posturas y las políticas de “pacificación” traducidas en la multiplicación cotidiana de mecanismos de represión y vigilancia. Es la guerra también la que explica que el trigarante haya sido un movimiento armado que surgió y se propagó (mediante pronunciamientos, sitios y tomas) a través de ese fragmentado pero dúctil y agigantado aparato militar y miliciano paulatinamente convertido en brazo armado de un plan independentista que se anunció como el único medio (armado) para alcanzar la paz. Esa guerra fue la matriz de los jefes de armas y caudillos que dirigieron la política regional y nacional mexicana e hispanoamericana de las siguientes tres décadas.

La generación de jefes de armas curtidos en la guerra, en la restauración y en la contrarrevolución (a favor o en contra) trató de construir un nuevo orden con las prácticas y la autoridad que su experiencia bélica forjó. Rigurosamente contemporáneos, Iturbide o Bolívar, San Martín o Riego, Guerrero o Guglielmo Pepe buscaron —cada uno a su modo y bajo sus distintas convicciones— gobernar la revolución y poner fin a la guerra pero siempre movilizando a sus fuerzas y blandiendo la espada para forzar negociaciones. No fueron casos excepcionales sino representativos de un tiempo revolucionado y de una forma de concebir conflictos y soluciones.

Creo que recuperar la independencia mexicana de 1821 con interés genuinamente histórico para encontrar ahí preguntas, problemas y explicaciones puede ser muchísimo más pertinente que la anacrónica búsqueda de más padres de la patria. En última instancia, me parece que esta y cualquier otra independencia es más un gerundio (y un proceso colectivo no lineal ni definitivo) y no el sustantivo pétreo que simbolizan un grito, un plan, un acta o la voluntad declarada de un puñado de sujetos.

Rodrigo Moreno Gutiérrez es investigador del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM.

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