Inundaciones, avalanchas y abandono: el Estado de México, víctima de los desastres y la pobreza
Al menos 17 personas han muerto en deslaves en una semana en Naucalpan y Jilotzingo. Ecatepec y Coacalco se inundaron igual que Chalco antes, y muchas de sus colonias no tienen agua corriente. Las historias se repiten en el tiempo y tienen algo en común: falta de planificación urbanística y un Gobierno ausente
José Luis Santos vive en la calle y duerme en una cueva. Habla atropellado y se mueve con gestos nerviosos, casi espasmódicos, secuelas de los años a la intemperie. La noche del lunes una tormenta rompió sobre su cerro en Naucalpan. “En la cueva se cayó un pedazo de arriba enfrente de la fogata que tengo yo y me quemó en la mano izquierda, pero los doctores me atendieron, me quitaron una parte de la piel de mi mano y me pusieron guantes para que no se me infectara. Se sintió como un temblor, como en el 85”. Todavía lleva los guantes de plástico blanco y la gasa que cubre la herida. Delicadamente enciende una decena de velas que ha colocado sobre una tabla de madera. Son el humilde homenaje de la colonia La Raquelito a las seis personas que sepultó la tierra y el mismo agua que hundió el techo de la cueva.
Santos, de 48 años, no fue testigo del deslave que mató a la familia en el Estado de México. “Cuando pasó yo me fui para el Zócalo porque con la tormenta no quería que me cayera encima la cueva. Y cuando vine en la mañana las señoras me dijeron que habían fallecido cuatro niños y dos mayores. Duele mucho porque ellos eran como mi familia, pero todo está bien porque la comunidad estamos unidos. Los niños jugaban conmigo fútbol aquí siempre. Estoy cuidando las veladoras, si se apagan las prendo porque hace mucho aire y voy a poner una madera encima para que no las caiga agua en la noche. Y pues yo lo único que hago es para que la comunidad esté bien”.
La causa de la muerte, más que el pequeño alud, fue la casa en la que vivían: una cabaña de láminas, madera, plástico y lonas en la falda de un empinado cerro de hierbajos y tierra que no invitaba a construir nada en él. En Brasil lo llamarían favela. Al día siguiente, un bombero de 51 años llamado Jorge Arce Dionisio comprobaba el riesgo de otra posible avalancha en la colonia San Francisco Chamapa cuando se le vino la montaña encima. El viernes 13, otro deslave mató a 10 personas en Jilotzingo, a unos pocos kilómetros de La Raquelito. El último cuerpo fue encontrado cinco días después. Los equipos de rescate todavía buscan a una persona más bajo los escombros. Una semana, 17 muertos por aludes en el Estado de México.
“Podría decir que se hubieran evitado esas muertes con una mayor planificación urbana, pero tantos años de olvido institucional han provocado que la expansión de vorágine urbana siga a pasos agigantados”, ilustra Óscar Adán Castillo, investigador en la Universidad Intercultural del Estado de Hidalgo. “Las víctimas son gente trabajadora que habita colonias populares, que por los altos costos del suelo en la ciudad no tuvo otra oportunidad más que comprar un pedazo de terreno cerca de una barranca, río, canal de agua negra o en la ladera de algún cerro”, añade el experto, que ha estudiado especialmente las inundaciones como fenómeno social en las periferias urbanas.
Las mismas lluvias provocaron también una inundación en la colonia del Tejocote, en Ecatepec, y en Coacalco. Chalco estuvo semanas moviéndose en canoa a través de aguas negras. Eso solo en el último mes. En la memoria colectiva queda el cerro Chiquihuite, en Tlalnepantla, una enorme avalancha de rocas que en 2021 mató a cuatro personas, entre ellas dos niños de tres y cinco años. “Son lugares carentes de planificación urbana que en sus inicios fueron poblados por procesos de invasión-ocupación, poco regulados por el Estado, incluso carentes de servicios básicos como drenaje o agua potable. Son producto de procesos de segregación socioespacial y de desarrollo urbano desigual”, continúa Castillo.
El Estado de México es una víctima recurrente de avalanchas, inundaciones y terremotos. Los mal llamados desastres naturales, fenómenos que afectan más a las comunidades que carecen de planificación urbanística o políticas de prevención del riesgo: asentamientos irregulares como los que pueblan los cerros alrededor de la capital del país, a los que llegan los migrantes rurales. En el campo de los desastres, México es el país más vulnerable de América Latina, según el último Informe sobre Riesgos Mundiales 2023 de la universidad alemana Ruhr de Bochum.
Delfina Gómez, elegida gobernadora por Morena del Estado de México en 2023 tras casi un siglo de hegemonía del PRI, recorrió el martes Naucalpan y achacó el problema a la informalidad. “El problema en estos lugares radica en que la gente se asentó en sitios que lamentablemente no eran los adecuados”, dijo después. La morenista aseguró que monitorean el territorio ante el riesgo de nuevos aludes.
Ríos de excrementos
Un río de agua de cloaca corre el miércoles calle abajo por el Tejocote, una colonia de Ecatepec construida en las faldas de la sierra de Guadalupe. Las fuertes lluvias provocaron una riada que al abrirse paso arrastró rocas y coches a su paso. Una de las piedras rompió una cañería que ahora vomita excrementos. “Ha estado algo fea la semana. Los drenajes se descompusieron, las calles se despavimentaron y acá las piedras eran rocotas grandotas y las teníamos que estar moviendo entre la gente. Ayer, pasando los seis días, el Gobierno ya hizo algo y mandó transportes para mover los escombros”, resume Yael Martínez, un vecino de 19 años.
A su espalda, un grupo de gente carga largas tuberías blancas para arreglar el alcantarillado, que compraron con 3.000 pesos (unos 150 dólares) juntados entre todos. Es una imagen representativa: cuando algo público se rompe, rara vez llegan las autoridades, es la comunidad la que se organiza para repararlo o se queda como está. Uno de los coches que arrastró el agua rompió la valla de la casa de Luis Guerrero, de 45 años. La riada inundó también su patio. “Toda la calle estuvo cubierta de tierra y entre los vecinos cooperamos y contratamos un servicio de excavadora y camiones por 6.000 pesos, pero solo alcanzó para dos viajes. El excedente de tierra el municipio debería venir a retirarlo. Casi siempre se resuelve entre vecinos, sí llega a haber apoyo municipal, pero tarda mucho. Nosotros no podemos esperar tanto tiempo”, dice Guerrero.
Inundaciones en la calle, sin agua en casa. Una familia recoge en cubos el agua fecal que suelta la cañería rota. La necesitan, al menos, para tirar de la cadena en el baño. Reciclan el agua con excrementos a falta de algo mejor. “Llevamos así unos tres meses, el agua llega pero muy rara la vez, una a la semana. Aquí como puedes ver es más o menos pueblito, ya estamos un poco acostumbrados”, cuenta Martínez. Una vez se quedaron año y medio sin suministro. “Nosotros éramos los que cerrábamos la López”, dice el adolescente: bloqueaban como protesta la avenida López Portillo, una carretera que une Cuautitlán Izcalli, Tultitlán, Coacalco y Ecatepec.
Cuando las calles dejan de ser verticales y llanea, el agua y el barro se estancan. El mercado de La Loma y la calle Monte Chimborazo están cubiertas de montañas de lodo seco. La riada arrasó con trozos de asfalto y las cercas de algunas casas. El Ejército y los equipos municipales limpian el barro con excavadoras y palas. Todavía les quedan unos días de trabajo. Alicia Reyes los mira desde su frutería. Tiene 60 años, lleva dos décadas aquí. “Jamás, nunca” vio una tormenta así, promete. Todos los vecinos dicen lo mismo. “Llovió demasiado, se rompió una presa de allá arriba y se tragó toda la tierra. Estoy bien triste porque yo dependo de lo que vendo, y pues no se ha vendido. Vengo con la esperanza de sacar algo, porque como es fruta y verdura se echa a perder”. Tampoco tiene agua corriente en casa. En su tienda hay una gotera: recoge lo que cae en un cubo, lo usa para ir al baño, fregar, lavarse las manos.
Guardianes de los cerros
Wendy Morales, académica del Instituto de Geología de la UNAM, fue a Jilotzingo dos días después del deslave que mató a 10 personas. Su misión era analizar el terreno para evitar que los equipos de rescate corrieran riesgos. Después de estudiar el lugar del alud, caminó siete kilómetros cerro arriba siguiendo un arroyo para buscar el origen de la avalancha. “Determinamos que de ahí había venido el desprendimiento, que fluyó a lo largo de todo el cauce, muchísimas toneladas de material”, explica.
Para Morales, existían “condiciones de vulnerabilidad” además de la precariedad del asentamiento: “Derivado del cambio climático, hay sequías que traen incendios forestales. En la parte donde se desprende el deslizamiento hubo uno, eso desequilibra el soporte, la vegetación, rompe la roca y la degrada. Aunado a lluvia es más fácil que se genere deslizamiento. Tenemos que acostumbrarnos porque estas lluvias van a ser más recurrentes, el impacto del cambio climático nos lleva a estos extremos”.
Las soluciones pasan por trabajar desde lo local, defiende. “Es un trabajo de los tres órdenes de Gobierno. Muchas veces los municipios no tienen las capacidades técnicas ni los recursos. El Estado puede llegar más. Si tú educas y sensibilizas a los vecinos a identificar zonas de riesgo, como nosotros los llamamos, guardianes de los cerros, tienes un potencial de ojos que te van a ayudar a identificar zonas inestables: que surjan manantiales, que los arbolitos empiecen a estar inclinados, cercas que se agrietan. Cosas muy visibles para la gente que pueden ser foco de atención para las autoridades”.
A pesar de la informalidad de los asentamientos, para Morales realojar es “el último recurso”: “La gente tiene una dinámica en el espacio en el que habita, sus apoyos, sus centros de trabajo. Hay un arraigo que cuando los cambias de sitio y no consideras todos estos aspectos los pones en una situación más vulnerable. Hay obras basadas en la naturaleza para disminuir el riesgo: un poco de ingeniería, encauzar las aguas, desfogar los ríos. Todavía estamos a tiempo de regular la ocupación del territorio, sobre todo en aquellos espacios susceptibles a estos fenómenos”.
Óscar Zúñiga tiene 49 años, la nariz rota, una camiseta de un grupo de Death Metal, un gran collar al cuello. Es albañil. Vive en una cabaña hecha de palés, lámina y una lona sobre el suelo de tierra del cerro de Naucalpan en que murieron las seis personas el lunes. Su chabola está a solo unos metros, pero se salvó del deslave. “Nunca había sucedido nada así. En otros lugares sí, pero aquí en mi cuadra no. Se siente feo que las personas de mi comunidad hayan pasado por esto. La verdad, sí me asusta. Nosotros aquí radicamos y vivimos y nada más fíjate la zona cómo está, es una zona irregular para vivir pues”, dice, y mira a su alrededor: el cerro desgajado, los árboles caídos, la vegetación aplastada, casas erigidas con basura.
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