Un fantasma, dos continentes y la última revolución de Cristina Rivera Garza
EL PAÍS acompaña a la escritora mexicana, recién ingresada en el Colegio Nacional, durante una jornada de la Feria del Libro de Guadalajara
A varias cuadras hacia el norte de la Feria del Libro, en una casita con un pequeño patio, un grupo de poetas latinoamericanos se sientan a compartir enchiladas y conversación. Hablan de literatura, de sus viajes —los pasados y los que están por venir—, recuerdan antiguas noches de borrachera —especulan sobre las que vendrán— e intercambian experiencias sobre los fantasmas con los que conviven. El de ...
A varias cuadras hacia el norte de la Feria del Libro, en una casita con un pequeño patio, un grupo de poetas latinoamericanos se sientan a compartir enchiladas y conversación. Hablan de literatura, de sus viajes —los pasados y los que están por venir—, recuerdan antiguas noches de borrachera —especulan sobre las que vendrán— e intercambian experiencias sobre los fantasmas con los que conviven. El de Cristina Rivera Garza (Tamaulipas, 59 años) no da miedo ni molesta. Es, incluso, cariñoso. El último que lo sintió fue su padre cuando la visitó en su casa de Berlín, donde disfruta de una beca creativa: “Le acarició el cabello y la espalda, pero con mucha calma, sin asustar”. En octubre montó el altarcito para su hermana Liliana, asesinada por su pareja en los años 90, esperando que él también se sintiera convidado a la fiesta. “Desde entonces está muy tranquilo”, afirma con la misma serenidad que la de su nuevo compañero de piso. Ella en realidad no cree en fantasmas, aunque asegure vivir con uno.
Rivera Garza ha llegado hasta la casa paseando por las calles de una zona residencial ajena al bullicio del recinto literario. EL PAÍS la acompaña durante esta caminata y durante el resto de las actividades de un día al que le faltan horas para abarcar una agenda maratoniana. Caminar, incluso mientras habla de su trabajo, significa para ella desconectar, aunque sea un verbo que solo con esfuerzo consigue poner en práctica. “Hoy en la mañana me desperté pensando en el proyecto más largo que tengo, que es una novela que yo llamo de no ficción especulativa”, cuenta a la periodista unas horas antes, mientras desayunan. Ha bajado apresurada porque se había quedado revisando los primeros capítulos, y está entusiasmada. “A veces lo veo y digo, ayyy, pero hoy lo vi y pensé: ¡Ah!, sí va, tiene algo”. Si no estuviera en la FIL, seguramente no se habría sentado a leer hasta la tarde. “Me gusta levantarme y escribir de inmediato, sin cepillarme los dientes ni peinarme, antes de entrar al mundo. Si puede ser desde la cama, mejor; tomar té verde y escribir tres o cuatro horas seguidas, a veces más”, recapitula. Eso es cuando la vida se lo permite, y solo a la hora de comer atiende “las cosas urgentes”, porque lo inaplazable en realidad siempre puede esperar un poquito más.
La novela en la que trabaja y por la que este sábado está tan emocionada se sitúa en un futuro no muy lejano desde el que una pequeña comunidad mira el mundo de hoy. “Usualmente mi movimiento ha sido invocar el pasado, sacarlo a colación, y creo que ahora estoy haciendo lo contrario”, explica. La escritora huye de las distopías que imperan en el panorama creativo y rechaza la idea de que futuro y apocalipsis sean la misma cosa: “Nuestra idea de futuro ha sido cooptada. Es necesario descolonizarla”. Pero su historia también huye de las “utopías redonditas”. Donde ella se siente cómoda de verdad es en el conflicto, en las preguntas que se abren ante una realidad que es contradictoria y desafiante como su literatura.
Esa narración que poco a poco se va abriendo paso en su cabeza desde hace años convive con los múltiples éxitos y viajes que sigue cosechando y emprendiendo El invencible verano de Liliana (Random House, 2021), quizá el libro que más cariño le ha devuelto de sus lectores y sin duda el que esta tarde empuñan la mayoría de los seguidores que hacen cola para conseguir un autógrafo suyo. La historia sobre el feminicidio de su hermana dio nuevas herramientas para la conversación política sobre la violencia machista en México y, ahora, de a poquito, lo va haciendo también en Estados Unidos y en el continente europeo. Ha ganado un par de premios en Francia y es finalista del National Book Award en el país norteamericano, algo que le ha puesto especialmente contenta. Aunque el culmen para ella sería conseguir introducir el término femicider (feminicida) en el habla cotidiana en inglés, que carece de una palabra específica para ese fenómeno: “Se ha convertido en un pequeño activismo mío”. El destino ha querido, precisamente, que este día de intensa agenda coincida con el Día Internacional contra la Violencia de Género.
Después de la comida con sus amigos poetas, con los que ya planifica viajes por Suiza, Finlandia y Estonia para el próximo febrero, Cristina Rivera Garza apenas tiene tiempo para darse una ducha y volver al ruedo. Le esperan todavía una rueda de prensa, la presentación de su último libro ―una compilación de su obra poética, Me llamo cuerpo que no está (Lumen, 2023)― y la firma de libros. “¿Te acuerdas de que te dije que estaba calmada?”, le lanza retóricamente a la periodista en el ascensor de su hotel, antes de llegar a la primera de las actividades: “Pues ya me estoy poniendo nerviosa”. Cada público es nuevo para ella y, aunque hace ya 24 años que desembarcó en la FIL por primera vez, no deja de considerarla inmensa e inabarcable. El estómago responde con un hormigueo sutil pero persistente.
De la feria le gusta la energía que desprende y todas las posibilidades de reencuentro con amigos y escritores queridos o admirados, una devoción que ella misma despierta a su paso por el recinto, donde se le van acercando diversos lectores ansiosos por hacerse una foto con ella o compartir alguna experiencia. Son los mismos que conseguirán colgar el cartel de cupo lleno antes de su presentación. El público la recibe cómplice y ríe con ella en sus intervenciones. “Uy, esa es una preguntotota gigantesca”, dirá la autora a sus interlocutores, los escritores Jorge Esquinca e Isabel Zapata, en varias ocasiones. Luego, sin embargo, irá desenredando el nudo que se antojaba imposible en un inicio y lo hará como lo hace siempre: con una voz clara, lúcida y cercana que genera la ilusión de que es sencillo descender al fondo de las cosas.
A ella, en cualquier caso, le gusta enfangarse, ir al centro de la realidad y apropiarse de ella en vez de intentar anular falsamente un contexto que lo condiciona todo. “Eso del escritor que lo es por inspiración divina no existe. Nos habla de hombres de clase media y de grandes ciudades. Si fuera así, sería inexplicable una carrera como la mía. Escribir es un trabajo y es un trabajo que se hace en conjunto. Cualquiera puede convertirse en escritor”, alienta a los potenciales kamikazes que quieran emprender la tarea. De no haberlo conseguido ella misma, le habría gustado dedicarse a la tapicería de muebles. “Me encanta la idea de restaurar objetos, esa idea de volver a la vida algo que puede haber sido descartado o que parece haber cumplido ya su función. Le cambias los ropajes y lo vuelves parte de una casa”. Ni la tapicera ni la escritora pueden evitar luchar contra el olvido del pasado. “Una es muy repetitiva”, admite con humor.
Donde procura no repetirse es en su trabajo. Rivera Garza sueña despierta y dormida ―”grandes producciones cinematográficas, a veces tienen secuelas”―, y su creatividad va conquistando espacios en su vida onírica y laboral. El último territorio invadido con éxito es el del teatro, el único género que no había explorado hasta ahora. La compositora mexicana Gabriela Ortiz ha compuesto su último ballet, Revolución Diamantina (Glitter Revolution, en su versión inglesa), dirigido por el venezolano Gustado Dudamel en Los Ángeles, a partir de un texto escrito por ella que avanza a través de seis actos y diversos escenarios relacionados con la lucha feminista. La voz de la autora se torna infantil y risueña cuando exclama: “¡Me llama dramaturga!”, en alusión a una de las críticas literarias positivas que ha recibido la obra. “Nunca me habían llamado así”, se entusiasma.
Hoy, esa palabra o más bien su sensación ―el entusiasmo― se cuela a distintas horas del día y lo impulsa hacia delante. La escritora no pierde fuelle ni vitalidad. Y menos mal, todavía le espera una cena y al día siguiente vuelta a empezar, aunque esta vez ya no será con la editorial sino con el Colegio Nacional, del que forma parte desde verano. En el horizonte tiene pasar el próximo mes en casa de sus padres, en Toluca, y luego volver a Berlín, a terminar su beca antes de regresar a Houston, donde reside. Lo que a ella le apetecería, en realidad, es volver a casa, pero esa palabra se vuelve difusa cuando las raíces se extienden a ambos lados de la frontera e incluso más allá del océano. “Yo quería que Liliana fuera a muchos lados”, ha sostenido en alguna ocasión durante el día. De momento parece dispuesta a acompañarla.
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