Roberto Gil de Montes: “En México, venden el paraíso para arruinarlo”
Entre las etiquetas de migrante, homosexual o chicano, el pintor de 71 años prefiere la de artista. Recibe a EL PAÍS en su estudio de La Peñita, en Nayarit, mientras su obra se expone en la Bienal de Venecia
Antes de saber que quería ser artista, Roberto Gil de Montes vio un documental sobre el escultor Henry Moore; eran las tres de la tarde en Guadalajara, Jalisco, y no había nada más para hacer. Sus padres habían emigrado a Estados Unidos y él vivía con su abuela, que no quería llevarlo a clases de pintura porque quedaban demasiado lejos. No podía saberlo todavía, pero la obra de Moore estaba influida por las culturas mesoamericanas que él reivindicaría mucho después desde el ...
Antes de saber que quería ser artista, Roberto Gil de Montes vio un documental sobre el escultor Henry Moore; eran las tres de la tarde en Guadalajara, Jalisco, y no había nada más para hacer. Sus padres habían emigrado a Estados Unidos y él vivía con su abuela, que no quería llevarlo a clases de pintura porque quedaban demasiado lejos. No podía saberlo todavía, pero la obra de Moore estaba influida por las culturas mesoamericanas que él reivindicaría mucho después desde el movimiento chicano; aunque todavía faltaba para los sesenta, para Los Ángeles y para el movimiento político y cultural que aunó a artistas –y no solo– mexicanos en Estados Unidos. La película que estaban pasando en la televisión esa tarde le “hizo un clic”: “Me dije ‘eso quiero, eso es lo que soy”.
–¿Por qué, qué vio?
–Estaba trabajando en su estudio, era un estudio enorme.
Gil de Montes, 71 años, pinta en un espacio de paredes de ladrillo blanco y techo abovedado. Llega a las nueve de la mañana y se va a las tres de la tarde. Eso es porque es disciplinado; también porque es distraído –si se queda en su casa prefiere estar en el jardín–. Y porque necesita la luz del día para trabajar. Con la luz artificial, los colores cambian. Sus cuadros más recientes están apoyados sobre la pared. Son dos lienzos enormes donde hombres morenos posan desnudos en un paisaje tropical. Serán expuestos en octubre en la galería Kurimanzutto, que lo representa. Hasta noviembre, además, cinco de sus obras se exponen en la Bienal de Venecia, la gran cita internacional del arte contemporáneo. Los pigmentos en los cuadros que tiene a sus espaldas brillan y hacen eco en la zona del Pacífico mexicano que habita el artista.
Él y su compañero, Eddie Domínguez, empresario, 69 años, llegaron a La Peñita hace tres décadas y se instalaron de forma permanente 15 años después. Llegaron por un cuadro, porque un amigo se los regaló y de tanto escuchar sobre el sitio, un día, lo visitaron. El lugar fue un pueblo de pescadores que hoy vive del turismo en la costa de Nayarit, a una hora de Puerto Vallarta. Hace tiempo, desde su casa se veía la enorme roca que emerge del mar y da nombre al lugar, la que también aparecía en el cuadro que le regalaron y se esconde en los lienzos de Gil de Montes, en paisajes sin tiempo, a veces fragmentados, entre personajes con máscaras de jaguar o de diablo.
Ahora también se divisa, pero en medio se han levantado casas, hoteles y restaurantes. “Gentrification, ¿cómo se dice? Se está gentrificando”. Domínguez, que acompaña a Gil de Montes en las más de tres horas de entrevista con EL PAÍS, lo ayuda a encontrar la palabra. Llevan 47 años juntos. Se conocieron en Los Ángeles cuando los dos formaban parte del movimiento chicano y se movilizaban por los derechos civiles de la comunidad mexicana en Estados Unidos. Chicano es solo una de las etiquetas con la que definen al pintor; migrante es otra; homosexual. La más reciente ha sido surrealista. “Yo pienso que soy un artista, con eso me basta. Ser un artista ya es bastante diferente”.
Pregunta. ¿Agradece la diferencia?
Respuesta. Sí, claro. Desde niño yo me sentía y era diferente; desde muy niño yo sabía que era gay. Y luego ser artista… Más diferente todavía. Una vez tuve con mis papás un evento. Era mi cumpleaños, invité a mis amigos a mi casa y después fuimos a patinar. Cuando regresé mi papá y mi mamá estaban muy serios. Entonces mi papá me dice: ‘Oye… Quería decirte que tus amigos son homosexuales’. Le dije, no sé cómo se me ocurrió decirle: ‘Bueno, papá, ¿tú vas a escoger a mis amigos?’. Me respondió que no y ahí se acabó la historia. La aceptación de mis padres me dio mucha fuerza.
P. Para uno de sus primeros autorretratos, en 1968, se pintó la cara de color blanco. Las máscaras después siguieron apareciendo en su obra.
R. Estaba en la escuela de fotografía. Yo no entendí el proyecto del maestro y cuando regresé a la presentación de los trabajos me di cuenta de que mi retrato no tenía nada que ver con los de los otros. Estábamos aprendiendo iluminación: todos usaron la iluminación, y yo me pinté la cara.
P. ¿Para qué le han servido las máscaras en su carrera?
R. Un niño gay lo primero que hace es tratar de enmascarar eso. Mi primer encuentro con las máscaras fue el Día de los Muertos en Guadalajara. Unos días antes se ponía un mercado, y pues íbamos con mi abuelita y yo compraba máscaras de cartón. No me interesaba la muerte, pero sí las máscaras. En Estados Unidos, se volvió una fijación. Los primeros días en la escuela de Los Ángeles fueron un shock porque tenía que jurar la bandera en inglés, cuando dos semanas antes había estado cantando el himno nacional [mexicano] en el patio de la escuela. Después de unos años te empiezas a preguntar si ya cambiaste, si ya te hiciste americano. Hay un cuestionamiento de identidad y con la máscara o cambias de identidad o la escondes.
P. ¿Había referencias artísticas en su casa?
R. Claro que sí. Estaba la Biblia [ríe] y dos tomos de libros de la cruzada que tengo en mi casa. Eran grabados de [Gustave] Doré fantásticos.
P. ¿En qué cree?
R. Era muy religioso de niño, pero también, como era un niño gay, no sabía nada excepto que todo era pecado. A los diez años decidí que no, que yo no estaba mal, que la religión estaba mal. Mi abuelita me dijo: “Tienes que ir a la iglesia, te confiesas, tomas la comunión y ya está garantizada tu salvación”. ¡Fantástico! Muy obediente lo hice y me olvidé. Después, cuando fui a la India, me interesó mucho el budismo como filosofía; aunque la tercera vez que fui supe que no era budista. Pero desde que se murió mi mamá, hace poco, empecé a rezar. Se me había olvidado, es más, no sé si lo estoy haciendo bien.
P. Aquellos dibujos, ¿los copiaba?
R. Traté, pero no tenía la facilidad (todavía no la tengo) ni la técnica ni los materiales. No sabía ni cómo empezar y un amigo en la escuela me introdujo a una cosa que le dicen pantógrafo. Con eso empecé a dibujar.
P. ¿Cómo recuerda los años en Los Ángeles?
R. Tenía 15 años, vivíamos en el barrio del este, que es donde viven los mexicanos, y no había un lugar para ir a pintar o para jugar. En otros lugares de la ciudad, ¡claro que tenían todo! Tenían albercas... Tenían más oportunidades. Era el momento de rebelarse. Cuando no teníamos nada, alguien organizó algo que se llamaba Mechicano Art Center, y era de este tamaño y era un desorden. Pero había arte. Ahí conocí a algunos artistas con los que fuimos amigos para siempre. Sí mejoró [la situación], claro. Pero Estados Unidos sigue con muchísimos problemas de discriminación
P. En esa época crearon Los Ángeles Contemporary Art Exhibition (LACE).
R. En el centro de Los Ángeles había oportunidad para hacerlo porque había edificios abandonados. Conseguimos un espacio de 5.000 pies [unos 1.500 metros cuadrados] y entonces llamé a amigos y a otros artistas de mi comunidad. Éramos 13. Con nuestras manos armamos una galería y empezamos a tener exposiciones. La idea era abrir un espacio alternativo para gente como nosotros, que salíamos de la escuela y no teníamos dónde exponer. Como artista no te podías quedar más de dos años y a los dos años me salí. El lugar tuvo mucho éxito, todavía existe.
P. Como migrante, ¿cómo cree que México y Estados Unidos están manejando la frontera?
R. Más bien creo que no lo están manejando. Es muy triste. El otro día en un camión se murieron tantas gentes. Un camión con gente ¡otra vez! Hace poco, Eddie y yo subimos en la carretera a 12 personas que iban para el norte desde Centroamérica, ¡iban niños! Es muy peligroso y duele, verdaderamente. Esas cosas no las puedo pintar. No me atrevo hacerlo.
P. ¿Se identifica con alguna de las etiquetas que le han puesto?
R. Con todas, y hay más. Ayer me encontré con otra que ahorita no me acuerdo. [A finales de los ochenta] participé en una exposición de arte hispano que viajó por todo Estados Unidos y los mexicanos estaban escandalizados: ¡¿Cómo que Hispanic art?! Pero los que estábamos participando lo vimos como una oportunidad porque nadie nos ponía atención. El arte en Estados Unidos, en Los Ángeles, es para la gente blanca. Por ejemplo, acaban de inaugurar dos museos: uno de arte latino y otro de arte chicano. Es como un gueto, es como si el arte chicano no cupiera en el arte contemporáneo. ¡Ahí te va la otra nueva [etiqueta]! Surrealista.
P. ¿Pinta lo que sueña?
R. No, más bien analizo los sueños que sé que son importantes. Aunque después eso no necesariamente lo vuelco en las obras.
P. Hay una imagen que se repite en al menos dos de sus cuadros que creí que era un sueño recurrente. Es una en la que se ven dos personajes, uno a cada lado del río.
R. No es un sueño que tuve, pero sí es una cosa que está como en un sueño, que no es real. Mi vida sería más sencilla si pintara las cosas que veo. Cuando estoy haciendo algo así, es un enigma. Me gusta la idea de que estoy haciendo algo que no entiendo. Hay dos versiones de ese cuadro. En uno hay un jaguar y una mujer, me parece que se llama The land deal, como una transacción de terrenos. Lo que ocurrió aquí en los últimos años es que el Gobierno empezó a vender las playas a hoteles. Venden el paraíso para arruinarlo.
P. ¿Cómo es su relación con La Peñita y con su comunidad?
R. Le estaba diciendo a Eddie que somos medio colonialistas, ¿no? Eso fue lo último que se me ha estado ocurriendo estas semanas. Empezamos a participar en la comunidad porque eso es lo que hacíamos en Estados Unidos como chicanos. Por ejemplo, nosotros iniciamos el reciclaje aquí. Pero al mismo tiempo tenemos cierta distancia. Hay un grupo de artistas que pinta murales y a mí no se me ha ocurrido hacer eso.
R. ¿Por no entrometerse?
P. No me gusta el muralismo. Cuando los chicanos hacían murales tampoco me gustaba.
P. Cuando llegó aquí sus colores cambiaron.
R. Hubo una transformación. Me fijo mucho en la luz y en los colores, y cuando pinto las figuras en el río es porque voy y las veo. Ahora va a llegar la temporada en la que la gente de aquí va a los arroyos a bañarse porque son increíbles, grandes y muy bonitos. Me gusta mucho que estos lugares son casi como un secreto para irse a bañar.
P. ¿Cómo vio su obra en Venecia? Es la primera vez que expone en la Bienal.
R. A mí me da un temor grandísimo ver mi obra. No soy un artista muy seguro. Pero me gustó mucho. Justo en el muro opuesto estaba la obra del otro mexicano [Felipe Baeza] que vive en Estados Unidos, es un dreamer.
P. ¿Es inseguro?
R. A veces hablo con Eddie de esto. Algo de la inseguridad que tengo es porque no tengo con quién conversar. Antes estaba una amiga que era pintora y siempre hablábamos de arte o veíamos las cosas juntos. Tengo muchos años sin un amigo que sea artista por aquí, entonces no muestro mi trabajo a nadie. Tuve una vida diferente a la que llevo hoy, me falta esa parte.
P. ¿Por qué sigue acá entonces?
R. Estar cerca del mar es maravilloso.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país