Oswaldo Zavala: “El crimen organizado es, en realidad, un dispositivo narrativo”
El periodista publica ‘La guerra de las palabras’, un libro con el que cuestiona la política de seguridad nacional y la narrativa que, según él, legitima la estrategia
Oswaldo Zavala era periodista en Ciudad Juárez cuando tuvo que cubrir un encuentro de alto nivel entre funcionarios de Estados Unidos y México. La rueda de prensa se hizo en la sede del FBI en El Paso, Texas, y los reporteros se fueron de allí con un enorme informe impreso que contenía datos sobre las casas del narcotraficante mexicano Amado Carrillo, los números de placa de sus coches, sus teléfonos. “Nos preocupa, es el gran capo, es el enemigo”, fue el mensaje que llegó a la prensa. El joven reportero volvió a la redacción de El diario de Juárez y publicó su artículo. “La DEA, el FBI...
Oswaldo Zavala era periodista en Ciudad Juárez cuando tuvo que cubrir un encuentro de alto nivel entre funcionarios de Estados Unidos y México. La rueda de prensa se hizo en la sede del FBI en El Paso, Texas, y los reporteros se fueron de allí con un enorme informe impreso que contenía datos sobre las casas del narcotraficante mexicano Amado Carrillo, los números de placa de sus coches, sus teléfonos. “Nos preocupa, es el gran capo, es el enemigo”, fue el mensaje que llegó a la prensa. El joven reportero volvió a la redacción de El diario de Juárez y publicó su artículo. “La DEA, el FBI, el Congreso de Estados Unidos, el zar antidrogas de la Casa Blanca, la Procuraduría General, el Departamento de Estado... Todos, al unísono, construyeron una campaña mediática para empezar a hablar del cartel de Juárez como la gran amenaza”, explica Zavala (Ciudad Juárez, 46 años). “Como se había acabado la lucha contra el comunismo, tenían que buscar otro enemigo y aparece el narcotraficante”, dice el escritor, “después el terrorista y ahora el migrante”.
El investigador cuestiona en su último libro, La guerra de las palabras, la política de seguridad nacional en México y la narrativa que, según él, la legitima. De acuerdo con su tesis, ni los traficantes controlan el Estado ni los carteles desafían al Gobierno. “El crimen organizado es, en realidad, un dispositivo narrativo”, dice el autor. Zavala sostiene que las instituciones, en cambio, imponen una narrativa que ha servido para legitimar la violencia contra la población. Y son los productos culturales —cine, series, literatura, música— los que hacen circular ese imaginario. El escritor recuerda que por aquellos años en que le entregaron una pila de papeles con información sobre Amado Carrillo, a mediados de los años noventa, Los tigres del norte lanzaron el corrido Jefe de jefes, que dice así: “Mi trabajo y valor me ha costado / Manejar los contactos que tengo / Muchos quieren escalar mi altura / Nomás miro que se van cayendo”.
Pregunta. ¿Cómo es que el corrido Jefe de jefes es parte de esa narrativa?
Respuesta. Para 1997, cuando sale el corrido, Amado Carrillo ya es una leyenda, es el gran narco de todos los narcos. Pero un mes después muere en una operación de cirugía plástica. Era el único que remotamente podía parecerse a un jefe de jefes y ya está muerto. Pero por su singularidad el corrido se convierte en una perfecta máquina de renarraciones, porque el jefe de jefes puede ser quien tú quieras que sea: Miguel Ángel Félix Gallardo, Caro Quintero, Amado Carrillo, el Chapo Guzmán, el Mayo Zambada, el Mencho... Jefe de jefes es un concepto que crea una narrativa. Su fin y su función es construir un consenso que legitima una política de seguridad.
P. Menciona otro corrido que es paradigmático de los años setenta, Contrabando y traición, que narra la historia de una mujer que asesina a su pareja y se lleva su dinero. ¿Qué pasó entre un corrido y el otro?
R. Contrabando y traición, que se estrena en el 72, es muy significativo. Esa narrativa es consecuente con la década porque el traficante es siempre un personaje disminuido, reducido a su mala suerte, y con frecuencia termina asesinado o en prisión. Pasamos a los noventa y hay un giro. El traficante va de esta zona de desecho al empoderamiento y es cuando aparece este corrido Jefe de jefes. Cuando ya está muerto Pablo Escobar, cuando ya no existe la amenaza del cartel de Medellín, cuando los traficantes más importantes de la década anterior están en prisión, la DEA tiene que encontrar otro cartel para continuar la política antidrogas. Encontré un documento donde se narra la aparición del cartel de Juárez como una nueva amenaza a la seguridad nacional. El presidente [Ronald] Reagan dice que los narcotraficantes mexicanos y colombianos se han vuelto súper violentos y altera la política antidrogas en México.
P. Escribe que el lenguaje de guerra antecede al conflicto.
R. Se empezó a hablar de una guerra contra el narco cuando no había tal cosa y cuando desde luego los traficantes no suponían esa violencia, no percibíamos siquiera el narcotráfico como un problema de seguridad. Es el presidente [Carlos] Salinas el primero que dice “sí, en efecto, los narcos son una amenaza a la seguridad nacional”. Algo que jamás había ocurrido en las presidencias anteriores. A Miguel de la Madrid el narco no le preocupaba de ningún modo [porque] estaban al servicio del sistema.
P. Si el fenómeno de narcotráfico está determinado por el lenguaje, ¿es posible revertirlo cambiando el lenguaje?
R. Poner en entredicho esa narrativa, no sé si afecta al narcotráfico como fenómeno, pero sí a la política de seguridad. Mucha de la violencia que estamos experimentando en realidad es producto de la política de seguridad más que de la actividad de los traficantes. Es posible aceptar esa premisa si se observa, por ejemplo, las tasas de homicidios que precedían a la militarización. En México, de 1997 a 2007 el homicidio descendía. Yo soy de Ciudad Juárez. Hasta 2007 hubo alrededor de 340 asesinatos en mi ciudad; el primer año de la militarización, que es 2008 para nosotros, eso subió a más de 1.300 asesinatos; para 2009 eran 2.000 y para 2010 ya rebasamos los 3.000 asesinatos. Fuimos de 300 a 3.000 en dos años y el único factor de cambio es la militarización.
P. Cuando arrancó el sexenio, el discurso cambió, pero los homicidios han continuado. ¿Cómo se explica?
R. El libro arranca pensando ese momento en el que el presidente López Obrador anuncia el fin de la guerra. El día que él hace el anuncio, también está ocurriendo el último día del juicio en contra de El Chapo Guzmán. Lo primero que recuerdo haber pensado es: “Si el gran traficante está siendo enjuiciado y el presidente está declarando que se acabó la guerra, estamos transitando hacia otra cosa”. Pero ese mismo día el general [Rafael] Ojeda de la de la Marina anuncia que en un operativo para combatir al cartel Santa Rosa de Lima en Guanajuato.
Es muy significativo cómo la narrativa del narco se va desplazando a otras zonas de la agenda de seguridad nacional. Ahora se habla del cartel “diversificándose”: le ocupa el tráfico de drogas, pero también el contrabando del aguacate, la trata de migrantes, el cobro de piso, la extorsión... Eso que llamamos cartel se convierte en un significante vacío, es decir, es un cascarón que se va a resignificando una y otra vez de diferentes narrativas. Puede haberse declarado el fin de la guerra contra el narco, pero no termina la militarización. Hay una inercia de los operativos antinarcóticos que sigue ocurriendo. Creo que hay un tipo de tensión entre el discurso oficial y la máquina de hacer guerra que es nuestro Ejército.
P. ¿Cómo es posible afirmar con seguridad que los carteles son solo un “accesorio narrativo”?
R. Es muy difícil y es parte de la pregunta que me hago a lo largo del libro. En realidad la gran mayoría de los casos [de asesinatos y desapariciones] están muy escasamente reporteados y más bien se resuelven siguiendo las fuentes oficiales. Por lo difícil que es hacer periodismo en México los reporteros terminan reproduciendo lo que dicen las procuradurías, los reportes de inteligencia, etcétera. Cuando atacan a [el jefe de la Policía de Ciudad de México] Omar García Harfuch en Reforma el primero que habla de narcos es él. Él ya sabe que es el Cartel Jalisco Nueva Generación mientras lo van trasladando al hospital.
P. El cartel también se lo atribuyó.
R. Sí, pero pensar que el cartel “habla” es parte del problema. ¿Cómo sé quién habla? ¿Para qué el Cartel Jalisco Nueva Generación querría asesinar a Omar García Harfuch? A lo mejor hay una razón legítima, pero no la sé. El problema es hacer el salto narrativo de inmediato.
P. ¿El narcotráfico entonces no es una amenaza?
R. No, desde luego que no. No hay ninguna evidencia real sobre eso más allá de la espectacularidad visual que circula en redes sociales. Pensemos, por ejemplo, en el video que circuló de la gente de El Mencho. ¿Por qué un grupo de traficantes que está preocupado en hacer dinero y que sabe que está en un país ultramilitarizado haría esta provocación? Estas imágenes son, sobre todo, imágenes. No dudo que haya gente armada. Pero no podemos aceptar la narrativa de que el Cartel Jalisco Nueva Generación controla partes del territorio.
P. Pero la violencia sí se materializa.
R. Sí, claro. Pero tal vez ahí el punto es que no tenemos realmente una respuesta para comprender quién está haciendo violencia y por qué. Desde luego que la violencia está ahí, pero no podemos comprender exactamente sus dinámicas pensando en una lucha por las plazas. La idea de que estas guerras explican la violencia es la narrativa que surgió cuando empezó la violencia propiamente. La violencia militar, no necesariamente de los traficantes.
P. Y los carteles hacen demostraciones de poder. El culiacanazo, por ejemplo [el enfrentamiento entre militares y criminales durante un operativo para detener al hijo del Chapo Guzmán en Culiacán en 2019].
R. En particular con el culiacanazo tenemos cierta información que nos permite cuestionar la narrativa que se impuso de inmediato, la idea de que el cartel de Sinaloa estaba desafiando abiertamente al Estado. Del operativo en sí hay dos cosas que me parece importantes recordar. Primero que el presidente no lo ordena. Además, el Ejército rebasaba ocho a uno a todos los traficantes que estaban en la calle. Si de verdad lo hubieran querido, se hace una masacre brutal y detienen a todo el mundo. Políticamente y a nivel humano habría sido un error. Ciertamente hay un poderío [de los traficantes], pero no debe leerse como un desafío. Lo que me preocupa de ese evento es la lectura que se ha hecho, que sí ha tenido efecto en la política de seguridad del presidente y nos está orillando otra vez a este escenario de guerra.
P. ¿Con las desapariciones aplica la misma lógica?
R. Creo que hay suficiente evidencia para plantearnos seriamente la pregunta de cómo la desaparición forzada ha sido otro de los mecanismos para administrar la violencia y generar otros efectos convenientes para la clase político-empresarial. Por ejemplo, en Tamaulipas la desaparición forzada funcionó como método para despoblar comunidades enteras donde después ha habido una enorme apertura de proyectos extractivos. Eso pasa en Tamaulipas, en Guerrero, en Chihuahua, en Baja California, Nuevo León...
P. ¿Cómo se quiebra esa narrativa?
R. No quiero dar la impresión de que esta narrativa sobre el narco ha totalizado la esfera pública porque no es así. Este relato está siendo constantemente desafiado en diferentes niveles de la esfera pública o en el reclamo colectivo, como pasó con los padres de los 43, que se rehúsan aceptar la verdad histórica, dicen “Fue el Estado” e interrumpen así la reinscripción del relato de narcos-haciendo-cosas.
En los campos de producción cultural hay diferentes productos que han llegado a un cuestionamiento de esta agenda, y a lo mejor no necesariamente porque se lo proponen. Una película que me parece muy significativa es Salvando al Soldado Pérez, que es una parodia. Un traficante recibe la encomienda de su madre que está muriendo para que vaya a Irak a rescatar a su hermano, que es soldado en el Ejército estadounidense. El Gobierno ya los ha abandonado a su suerte y la madre dice: “Si tú eres quien dicen que eres, el gran capo de capos, controlas el mundo y tienes presencia en tantos países, seguro puedes ir a rescatar a tu hermano”. Es una premisa inteligente, va a contrapelo de todas las películas de narcos.
P. ¿Por qué la narrativa continúa a pesar de los desafíos?
R. El discurso de seguridad nacional es ante todo una máquina de narrar. El contenido de esa narrativa está constantemente desplazándose. Pueden legalizar las drogas, podemos meter en la prisión a todos los principales capos del planeta y la plataforma va a seguir vigente porque el crimen organizado, en realidad, es un dispositivo narrativo. Para verdaderamente llegar a interrumpirles tendríamos que pensar la totalidad del discurso de seguridad nacional, que es lo que yo trato de hacer en el libro, historizar cómo se construyó esta máquina narrativa y cómo se hizo en otros momentos de la historia occidental para tratar de suspender ese relato. Uno de los métodos que propongo es creando un museo, pienso en el museo de la Stasi, la agencia de inteligencia de la República Democrática Alemana. Y con este museo imagino la apertura verdadera de los archivos.
'La guerra de las palabras', de Oswaldo Zavala
512 páginas.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país