El verano se apaga en los ‘no lugares’ de la ciudad
A pocos kilómetros del centro de Madrid, los adolescentes de la periferia apuran sus últimos días de verano reinterpretando el paisaje y buscando la diversión en los rincones más inesperados
Las tardes de verano se escurren de las manos cuando tienes 15 años. Nada dura para siempre y en cambio todo parece eterno en la periferia de la ciudad mientras el sol calienta desde lo más alto y todo lo que hay a tu alrededor es campo, horizonte y tu pandilla de amigos. “No te da tiempo a darte cuenta de los días”, reflexiona Daniel Riquelme, de 14 años, un adolescente de Móstoles que lleva desde junio pedaleando en su mountainbike por los caminos de nadie que comunican los municipios del extrarradio.
Al final del la obra teatral Las bicletas son para el verano del drama...
Las tardes de verano se escurren de las manos cuando tienes 15 años. Nada dura para siempre y en cambio todo parece eterno en la periferia de la ciudad mientras el sol calienta desde lo más alto y todo lo que hay a tu alrededor es campo, horizonte y tu pandilla de amigos. “No te da tiempo a darte cuenta de los días”, reflexiona Daniel Riquelme, de 14 años, un adolescente de Móstoles que lleva desde junio pedaleando en su mountainbike por los caminos de nadie que comunican los municipios del extrarradio.
Al final del la obra teatral Las bicletas son para el verano del dramaturgo Fernando Fernán Gómez, los dos protagonistas —Don Luis y su hijo Luis— pasean a las afueras de Madrid, recorriendo las ruinas y las trincheras de la Guerra Civil española que acaba de terminar. Padre e hijo conversan con añoranza sobre los días felices antes de que el conflicto estallara en julio de 1936. El joven, que tenía 14 años en aquel momento, recuerda a su padre cuántas veces le pidió una bicicleta una vez llegó el final de curso. “Yo la quería para el verano, para salir con una chica”, le confiesa. “¡Ah! ¿Era para eso?”, pregunta Don Luis. “No te lo dije, pero sí”, responde el hijo.
La bicicleta es el símbolo de la libertad en la adolescencia. Cuando tus padres no te dejan montar en metro o ir hasta el centro, lo único que queda es matar el tiempo en el barrio a base de pedales. Al igual que le sucediera al joven Luis en la ficción, Daniel Riquelme, así como sus amigos Jared Torralbo (13 años) y Daniel García (16 años), necesita la bici para vivir su verano. Acuden cada día —mañana y tarde— a Los Saltos, un terreno sin dueño entre la M-50 y la M-506 a la salida de Móstoles donde los jóvenes del lugar han construido desde hace años montículos de barro para lanzarse a toda velocidad. “Tierra, relleno y pala. Además de muchas horas. Así hemos hecho nuestro propio circuito”, explica Riquelme, que guarda en su mochila una azada por si hubiera que limar desperfectos. “Este es nuestro verano. Hacer caballitos, aprender a saltar. Luego nos grabamos y los subimos a Instagram”, cuenta Daniel. Protegidos con unos cascos de moto se lanzan a toda velocidad por las cuestas, tratando de girar en el aire mientras los demás observan. Visten rigurosamente de negro “porque las manchas se quitan mejor”. “Luego nuestras madres se enfadan si llegamos llenos de barro o de sangre”, añade Jared.
En la tarde de hoy se han acercado hasta el lugar dos chicos pequeños de unos 12 años que buscan imitar a sus mayores. Ambos se muestran confiados al ver las piruetas de Riquelme y sus colegas, pero una vez en la cima se lo piensan dos veces. El primero se lanza con destreza y baja la rampa con éxito, pero el segundo se queda atascado en el punto de partida. “Está cagado”, comentan los demás mientras observan la escena sentados entre la maleza. “¡Entra rápido y no sueltes el manillar! ¡No te lo pienses!”, grita Riquelme. A esta edad, es muy doloroso ser menos que el resto. Finalmente, el muchacho baja por la rampa y salva el primer obstáculo, pero al intentar escalar una nueva cuesta pierde velocidad y cae al suelo. La pandilla acude a ver si está bien y le ayudan a levantarse. Éste, avergonzado, dice que tiene que marcharse y sin dar pie a réplica su silueta se pierde en el horizonte. “Le ha podido la presión”, dice su colega. “Ya aprenderá, el miedo se quita a base de hostias”, contesta Riquelme, que es el más experimentado de todos. Se acerca el mediodía y el grupo empieza a dispersarse para volver a casa a comer. “¿Esta tarde dónde?”, pregunta Jared. “A las cuatro aquí y lo vemos. Molaría encontrar otro sitio”, responde Riquelme.
A cuarenta kilómetros de Móstoles, en el barrio de la Poveda —zona norte de Arganda del Rey— tres adolescentes acalorados caminan entre las piedras que recubren las vías de la antigua línea ferroviaria del Tajuña a las afueras del municipio. Sandra Moreno, de 17 años y los hermanos Sebas y Gabriel Mocau, de 15, buscan un destino. Necesitan una última aventura antes de volver a sentarse en sus pupitres. “Vamos a contracorriente de los demás”, dice Sandra, conocedora de la zona y guía del grupo. “No nos gustan las piscinas municipales, ahí está todo prohibido. Intentamos encontrar ríos pequeños para estar solos a nuestro aire”, apunta Gabriel. A lo lejos asoma la figura imponente de un puente elevado sobre un riachuelo. “¡Es aquí!”, exclama la chica. Los tres se apoyan en los hierros ardiendo de la estructura y se relamen mirando el agua desde lo alto. “Hoy sí que vamos a saltar”, anuncia Sebas.
El trío, ataviado con el kit básico de supervivencia para una jornada de río —toalla, bocata de lomo con queso y altavoz para el móvil—, desciende y esconde sus pertenencias detrás de un muro lleno de graffitis. No saldrán del agua en las próximas dos horas. Ella se muestra prudente por las piedras del fondo y decide bañarse con sus zapatillas Air Jordan algo desgastadas por el trajín del verano. Ellos, en cambio, se entregan a la adrenalina y saltan descalzos desde todos aquellos puntos que encuentran apetecibles, incluido el puente de unos 15 metros de altura. Chapotean, ríen, gritan y se dejan llevar por la corriente mientras los mosquitos les esperan en la orilla. Sandra intenta animar el ambiente con la que para ella es la artista del momento: “Bad Gyal, mi ídola”. Gabriel sale del agua con los pies hinchados por el impacto con el agua. Hay algo que no le cuadra. “¿Dónde está Sebas?”, pregunta. “¡Aquí arriba! En el árbol”, contesta el hermano. El chico se ha subido a la copa más alta del bosquecillo. “Me gusta mirar las cosas desde arriba, así pienso mejor”, confiesa. El silencio de las alturas se interrumpe por el paso de un aeroplano que cruza el cielo. Sebas lo mira, piensa en su padre que no pudo lograr su sueño de ser piloto de aviones. Agacha la cabeza para observar a Sandra y su hermano. “Se acabó el verano”, dice con resignación.
Lejos del agua, Javier Cuéllar (25 años) coloca con mimo unos patos de goma con lentejuelas sobre el salpicadero de su Renault Megan 4 Rs Line. El vehículo, apodado Patitos Hunter, es el primero en llegar a la Low Cost, un espacioso lavadero de coches en el Polígono Marconi donde diariamente se organizan quedadas entres los amantes del motor. El joven, residente en Villaverde Alto, sufrió un grave accidente hace años con un todoterreno en la sierra y los patitos que decoraban el automóvil se perdieron en el bosque después de varias vueltas de campana. Ahora, estos juguetes se han convertido en su ángel de la guarda en la carretera.
Cuéllar llega cada tarde con sus colegas para sentarse en unas sillas de plástico, abrir una bolsa de pipas y conversar de lo humano y lo divino. “Todos venimos por lo mismo, para enseñar nuestro coche y ver los de los demás. Aunque a mí lo que me importan son las personas, sin ellas el coche no vale nada”, comenta Ionut Simonescu, de 23 años, sentado en su Volkswagen Golf blanco de 1989 que aparca junto al de su amigo. Todo empezó con la subida del precio de la gasolina hace unos meses. “Antes hacíamos rutas, nos concentrábamos en un punto y salíamos fuera de Madrid. Ahora es imposible. Este es el mejor sitio para estar, hay máquinas expendedoras 24 horas y el tabaco y la bebida no son caros”, explica Cuéllar.
El sonido de un BMW E39 interrumpe la conversación de los dos amigos. “Ahí está el armenio”, indica Cuéllar. Del auto se bajan tres chicos uniformados con la misma camiseta. “¿Qué tal chavales? ¿Maquineando un poco, no?”, pregunta el primero. Su nombre es Georgi Shahnazaryan, de 20 años, uno de los responsables de que las quedadas en Marconi sean cada vez más populares. “Me hice una cuenta de Instagram y creé el grupo TheLowFace. He alcanzado una repercusión en el mundillo que se me escapa de las manos”, explica el joven, cristalero a jornada completa durante el resto del día. “Esto lo movemos por el boca a boca. Como ponga un anuncio en las redes se puede ir de madre. En Alcorcón ya han cancelado la mítica quedada de los jueves”, explica. El lavadero es un vaivén de coches que van de lo clásico a lo moderno, de lo ostentoso a lo minimalista. “Misma pasión, distintos gustos”, declara Álvaro Labrador, estudiante de Derecho de 20 años que asegura haber nacido con un Hot Wheels en la mano.
Lejos del centro la vida también puede ser divertida. Algunos ponen música, se sientan en los maleteros y sacan las cachimbas. Otros hacen cola para lavar el coche a mano. “Primero le das con la manguera y luego repasas con un trapo, sino el aire te lo ensucia de nuevo”, explica el armenio, que lava el coche todos los días de la semana. “¿Hasta cuándo os quedáis hoy?”, pregunta preocupado Álvaro. Carlos Mateo (19 años), el tercero del grupo, lo tiene claro: “Yo me quedo hasta el final”. Hoy ha sido su último día de curro como informático en la Organización de Estados Iberoamericanos. “Me gusta trabajar cuando la gente se va de vacaciones y quedar libre cuando vuelven”, confiesa. Para algunos, el verano empieza en septiembre y se celebrará cenando una hamburguesa en el banco de un polígono mientras la noche oscurece los capós de sus coches.
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