El miedo a la montaña rusa
Me propuse enfrentarme a mi yo más irracional y tratar de superar el mayor número posible de fobias
Creo que el miedo es inherente a la condición humana. Una de las primeras cosas que me dieron miedo fueron las lavadoras. Mi madre todavía recuerda, entre risas, cómo huía a esconderme despavorido cada vez que escuchaba rugir y veía dar vueltas a aquella máquina del diablo. Años después, dotado de esa autenticidad que sólo tienen los niños, le cogí un profundo pavor al grave hecho de la muerte. Ante esta situación que me desvelaba por las noches, mi sabia madre supo poner remedio, explicándome que ella y yo no íbamos a morir nunca: “Nosotros nos quedamos para simiente de nabos”, me decía. Después, llegó el miedo —vayan ustedes a saber de dónde— a que vinieran a atacarnos los piratas informáticos. Y a este, le siguió el pánico escénico a las montañas rusas, auspiciado cuando a mi padre le dio por subir conmigo al tren de la mina de Disneyland, justo después de tomar la primera comunión.
Cuando empezó 2024, me hice un único propósito: intentar enfrentarme a la parte más profunda de mi subconsciente; aquel rincón de nuestro cerebro que, como explicaba Freud, alberga nuestros recuerdos, deseos y experiencias. Momentos que, aunque no están presentes en la mente consciente, tienen un gran impacto a la hora de definir nuestra personalidad y el modo en que nos comportamos. Así pues, me propuse enfrentarme a mi yo más irracional y tratar de superar el mayor número posible de fobias, en lo que consideré una suerte de nirvana personal. Era el momento de hacer todas aquellas cosas que siempre había querido hacer, pero que nunca me había atrevido, movido por el más irracional de los miedos. Entre ellas, cómo no, estaba disfrutar de una montaña rusa por primera vez.
Un día de verano, tras salir de trabajar del supermercado, quedé con mi amigo Raúl para tomar algo. Raúl, que nació nueve días antes que yo, y que me conoce prácticamente desde el día en que nací, consiguió persuadirme para irnos un par de días a PortAventura. Y hacia allí que partimos una mañana, a las siete menos cuarto, con el objetivo de cumplir su promesa y hacerme perder el miedo a las montañas rusas. Estaba bastante tranquilo hasta que nos plantamos en la cola, ante la segunda montaña rusa más alta de Europa: Shambhala. Mi primera reacción al ver que la cola avanzaba más rápido de lo que me gustaría fue decirle a mi amigo que lo esperaría y aplaudiría desde abajo, a lo que él me respondió diciendo que podría quedarme abajo a la siguiente si lo probaba una vez y no me gustaba.
Tras maldecir muchas veces a Raúl, disfruté tanto aquella experiencia que, al día siguiente, volvimos a subirnos a la hora de la puesta de sol. Aquel instante, el tiempo pareció detenerse mientras el carrito subía por aquella cuesta que parecía eterna y el sol se ponía sobre el mar Mediterráneo. Da igual que no pudiésemos hacer una foto: nunca podré olvidar lo feliz que me sentí aquel día. Desde entonces, no puedo dejar de pensar en una cita de Javier Marías: “Tendemos a creer que la vida consiste en lo que hemos vivido, en lo positivo, en los hechos, pero en realidad también consiste en lo que hemos omitido, en lo que no nos hemos atrevido a hacer, en lo que se nos escapó”. Creo que, al final, de eso se trata, de saber rodearnos de personas que nos acompañen a enfrentarnos a nuestros miedos, y suban con nosotros a la montaña rusa. Que, como decía Epicteto, “de lo que hay que tener miedo es del propio miedo”.