Opinión

Estamos perdiendo el control de València

La ciudad crece sin mesura, llena de nuevos barrios sin personalidad ni alma habitados por las mismas clases medias que tienen que huir del centro porque el alquiler está imposible

Playa de la Malvarrosa, en Valencia.Manuel Bruque (EFE)

A veces, sin buscarlo, la realidad nos pasa, simple y llanamente, por encima. Y eso fue lo que me pasó el otro día. Quién me iba a decir a mí que aquel plan de domingo de comprar una cerveza fresquita e ir con una amiga para hablar sobre la vida mientras disfrutábamos de una de esas puestas de sol rosáceas y mágicas de la Malvarrosa iba a acabar así. Quién nos iba a decir que, instantes después de aquellas risas y de aquellas ráfagas de felicidad y de desconexión tras una semana dura nos esperaba aquel periplo quijotesco y aquella noche de pesadilla en comisaría. Acababa de hacerse de noche y, al levantarnos de la arena, advertimos de que algo no iba bien. El bolso de mi amiga Eva con todas sus pertenencias y con nuestros teléfonos móviles ya no estaba allí.

A los pocos minutos, conocimos a Nikita y a Veronica, una pareja joven de rusos a quienes también habían robado sus pertenencias en un descuido. Era su tercer día viviendo en Burjassot, tras el infierno burocrático para salir de Rusia buscando una vida mejor y, lo que resulta más irónico si cabe, más tranquila. Al cabo de un rato, llegamos hasta la comisaría más cercana. “Es lo normal, todos los días viene gente a la que le han robado en la Malvarrosa”, espetó el agente de la Policía Nacional, con la misma cara rutinaria del panadero que despacha el pan cada día a sus clientes más fieles. “Hemos luchado mucho para conseguir los papeles y, al tercer día viviendo aquí, nos han robado casi todo”, me explicaba Nikita al borde del llanto.

Hace ya un tiempo que llevo reflexionando sobre esto: València se está barcelonizando. Cada vez me recuerda más a aquella Barcelona en la que viví allá por 2021. A aquel barrio de la Sagrada Família al que nunca conseguí acostumbrarme, en el que me sentía constantemente parte del atrezzo, del decorado. Un lugar muy agradable para los turistas, lleno de apartamentos turísticos y de terrazas divinas, pero inaccesibles para los jóvenes que vivíamos allí, que encadenábamos trabajos precarios mientras acabábamos nuestros estudios. La realidad era aquella: mientras los jóvenes abarrotábamos las bocaterías y los kebabs, las terrazas y los lugares bonitos estaban destinados para los turistas.

Y esta es la triste coyuntura que vive València: una ciudad al borde de morir de su propio éxito, de aquellas portadas que la recomendaban como una de las ciudades con mejor calidad de vida del mundo, de aquellos títulos pomposos que lucíamos orgullosos mientras los precios subían en nuestra cara. Y, mientras tanto, nuestra forma de vida mediterránea y nuestra pequeña patria alegre, abierta y amable, muere a golpe de talonario. Lejos queda la polis griega, aquella ciudad mediana, habitable y hecha para la vida en sociedad, y, cada vez más cerca, la barbarie de la ciudad-escaparate: vacua, artificial y muerta en vida.

València crece y crece sin mesura, llena de nuevos barrios sin personalidad ni alma habitados por las mismas clases medias que tienen que huir del centro porque el alquiler está imposible. Una ciudad precaria, donde vivir cada vez es más difícil, donde los precios no dejan de subir y que cada vez se antoja más ingobernable. Una ciudad que, poco a poco, vende sus barrios a franquicias y a grandes fondos de inversión, mientras la Humanidad agoniza y se pasa de moda, como los pantalones de campana. Es un buen momento para hacer una reflexión colectiva, desde el amor a nuestro cap i casal, y recuperar el control, el trellat y la alegría que nunca debimos dejar que nos arrebatasen.

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