Vacaciones de acogida en familias andaluzas: cuando lo extraordinario es jugar
222 familias se han comprometido a convivir con 237 adolescentes que viven el resto de año en centros de menores de la Junta
“Sin Siham no sé donde estaría, porque ella me lo ha aportado todo”. La que habla con una voz que rebosa entusiasmo es Lucía Tagua, una joven sevillana de 22 años, que tenía 16 cuando en 2016 conoció a Siham Amar Abdelkader, quien se convirtió en su familia colaboradora, una figura creada para que los que así lo deseen puedan compartir en los fines de semana y las vacaciones su forma de vida con niños o adolescentes que residen en centros de protección de menores. Siham tenía entonces 26 años y su presencia le aportó a Lucía la seguridad y la confianza necesaria para poder afrontar el tránsito...
“Sin Siham no sé donde estaría, porque ella me lo ha aportado todo”. La que habla con una voz que rebosa entusiasmo es Lucía Tagua, una joven sevillana de 22 años, que tenía 16 cuando en 2016 conoció a Siham Amar Abdelkader, quien se convirtió en su familia colaboradora, una figura creada para que los que así lo deseen puedan compartir en los fines de semana y las vacaciones su forma de vida con niños o adolescentes que residen en centros de protección de menores. Siham tenía entonces 26 años y su presencia le aportó a Lucía la seguridad y la confianza necesaria para poder afrontar el tránsito a la mayoría de edad, la entrada en un piso de mayoría —donde se acogen a los jóvenes extutelados que han cumplido los 18― y el inicio de la carrera de Bellas Artes.
En Andalucía hay 237 menores que, como Lucía hace cuatro años, conviven fines de semana y períodos de vacaciones con 222 familias colaboradoras, según los datos facilitados por la Consejería andaluza de Igualdad, Políticas Sociales y Conciliación. Este recurso, que está dirigido para menores en acogimiento residencial para los que se prevea una institucionalización a medio o largo plazo o para los que no sea posible iniciar otro tipo de convivencia de manera inmediata, también se ofrece ―aunque con regulaciones y parámetros distintos— en otras 11 comunidades autónomas.
La Junta desarrolla este trabajo a través de ONG como Crecer con Futuro, que empezó a trabajar con familias colaboradoras en 2013. “Los menores que residen en centros de protección son invisibles, buena parte de la sociedad aún cree que son cafres, cuando la mayoría acaba allí por razones ajenas a su voluntad, porque sus padres no saben cómo cuidar de ellos”, explica Gema Carrasco, coordinadora del proyecto. “El objetivo de este programa es que se cree un vinculo entre los chavales y las familias para que conozcan otros patrones y modelos de convivencia y sientan que tienen a su lado a una figura incondicional, y en muchos casos ese vínculo no se acaba nunca”, abunda.
Es el caso de Lucía y Siham, que todavía continúan en estrecho contacto. “La relación que hemos creado es para toda la vida”, cuenta Siham. “Entendí desde el principio que yo le tenía que visualizar lo que era una relación familiar sana para que viera dónde están los límites del amor propio, de las prioridades, de las emociones, porque sentía que en los recursos de acogida donde había estado no se lo habían enseñado”, explica. Una necesidad que también destaca Lucía: “Yo quería salir de la rutina del centro, no tener horarios pautados, ni presiones y por la edad que tenía Siham a veces la veía como mi amiga y a veces también como una figura materna, porque se preocupaba por mí de una manera más sincera que las monitoras del centro, donde al fin y al cabo eres una más que forma parte de su trabajo”.
Necesidades emocionales
En los centros de protección los menores tienen cubiertas sus necesidades materiales, pero no las emocionales. “Sentirse importante para alguien es muy difícil en ese entorno”, apunta Carrasco. Lucía, que padece una discapacidad, acabó en esa institución porque sus padres, también con discapacidad, no podían cuidar de ella ni de sus hermanas. Como la madre de Ayoub y Adam, de 19 y 17 años, respectivamente, quien, tras divorciarse de su marido y quedarse sin trabajo, no tenía recursos para hacerse cargo de sus hijos.
Ayoub tampoco ha roto los vínculos con Hélène Roux y Erwin Alderlieste, un matrimonio franconeerlandés que lleva más de tres décadas residiendo en España. Cuando sus dos hijos adoptados fueron mayores de edad, ellos decidieron convertirse en familia colaboradora. “Venir aquí para mí supuso un cambio de aires, tener más libertad”, explica Ayoub, sentado en el porche de la casa que Hélène y Erwin tienen en medio del campo en Valencina de la Concepción (a 20 minutos de Sevilla). Él trabaja como mecánico en la vecina localidad de Gines, y muchas noches duerme con ellos para ahorrarse la vuelta en patinete hasta el piso donde vive en Triana. “Cuando pasó al piso de mayoría lo hablamos y le dijimos que no íbamos a poder adoptarle o acogerle, pero que nos iba a tener siempre para lo que necesitara”, cuenta Hélène. Ellos le ayudaron a sentar cabeza cuando, al cumplir los 18, se fue a Barcelona donde estaba su madre, dejando un trabajo fijo como mecánico en Sevilla, pensando que podría retomar los lazos con su madre. “Hablé mucho con ellos entonces y me hicieron ver que tenía que volver. Yo soy muy introvertido, pero con ellos me he abierto bastante”, reconoce.
Ayoub iba al cine o a la playa con ellos y cuando regresaba al centro, su hermano Adam reconoce que tenía celos. Hélène y Erwin lo notaron y se ofrecieron a ser también su familia colaboradora. Hay estudios, como indica Carrasco, que demuestran que los menores que están en este tipo de recurso mejoran su rendimiento académico, y eso ha pasado con Adam, cuenta su hermano. “El tercer trimestre estaba muy flojo y gracias a que Erwin le ayudó con las matemáticas, ha podido sacarse la ESO. En el centro no hubiera sido posible”, sostiene. “Tenemos un acuerdo con él y por haber aprobado el curso, este verano vamos a ir a Países Bajos, mi país”, cuenta sonriente Erwin.
Para estos chicos tener la oportunidad de ir de vacaciones es algo extraordinario. ”Al empezar el curso mis amigos del colegio contaban lo que habían hecho en verano y hasta estar con Siham me sentía excluida, porque yo lo había pasado en el centro”, cuenta Lucía. Las cosas que en cualquier familia se dan por descontadas, como jugar, echarse la siesta o ir a picar algo a la nevera, para estos niños es también algo insólito.
Lo han comprobado Luis Martín y Yank Le Gréezause en los dos años en los que se han convertido en la familia colaboradora de Jesús, un niño que está a punto de cumplir los 11. “Nunca ha tenido la oportunidad de tener una habitación para él solo, de jugar con juguetes, de aburrirse, son cosas que no existen para él”, relata Yank.
Después de mucho tiempo queriendo adoptar sin éxito, Luis y Yank están entusiasmados con Jesús, que desde que los conoció ha dejado de autolesionarse como reacción a su frustración. Un comportamiento, que como cuenta Luis, era habitual. Es el centro el que determina el tiempo que los menores deben pasar con su familia colaboradora porque quieren evitar que se rompa el vínculo con la institución, pero en el caso de Jesús, su evolución es tan positiva que cada jueves por la tarde, cuando lo recogen del colegio, hasta el lunes por la mañana, cuando lo dejan de nuevo allí, está siempre con ellos, al igual que los dos meses de verano.
Ambos han readaptado sus vidas a las necesidades del niño, hasta el punto de organizar sus viajes a Francia, de donde es Yank, para que Jesús no pase una semana sin ellos. Se están planteando dar el paso hacia su acogimiento permanente e incluso ser familia acogedora de otro menor.
María Jesús Roldán, divorciada y madre de dos hijas de 20 y 15 años, y su pareja Fran Rodríguez, también divorciado y con una niña de 13, no pueden permitirse el lujo de reorganizar los horarios de su familia numerosa para Luz María, de 17 años, y de la que María José lleva tres años y medio siendo su familia de acogida. “Precisamente formar parte de nuestra rutina es lo que hace que sea una más”, indica. Ella siempre tuvo claro que quería compartir su tiempo y el espacio que tenían en su casa de Condequinto (Dos Hermanas, Sevilla) con un menor que estuviera en un centro de protección. “Además quería que mis hijas conocieran que hay otra realidad al margen de la suya”, cuenta.
Más allá de las razones particulares, el altruismo y la generosidad son dos cualidades que comparten todas las familias que han colaborado en este reportaje. Ninguna niega haber tenido alguna prevención inicial, pero como dice Erwin: “El miedo no lleva a nada”. Todos animan a otras familias a que se sumen a su aventura para darles una segunda oportunidad a estos chicos. Y no son los únicos. “La gente desconfía, pero solo somos niños normales que estamos deseando divertirnos y que nos hagan sentir especiales como los demás. Deberían acercarse y conocernos más a fondo, porque se están perdiendo la oportunidad de conocer a personas bonitas. Así habría más felicidad en el mundo”, zanja Lucía.
"Gente buena con un corazón muy ancho"
Para aumentar el número de voluntarios interesados en formar parte del programa Familias Colaboradoras, la Junta de Andalucía ha puesto en marcha campañas de sensibilización y captación. Una de ellas es la de Contigo hacia la Luna que impulsa Crecer con Futuro y que ha querido plasmar a través de ilustradores reconocidos alguna de las historias de amor, altruismo y generosidad que esta iniciativa ha generado. El cordobés afincado en Sevilla Pablo Little es uno de los artistas que ha colaborado en esta campaña, que, reconoce, le ha emocionado. “Me ha permitido constatar que hay gente buena, con un corazón muy ancho”, cuenta. “Muchas veces somos muy egoístas, pero estas familias demuestran que además de preocuparse por lo suyo, sacan tiempo para ayudar a los demás”. Little espera poder impartir talleres de creación para estas familias y los menores que conviven con ellos a partir del curso que viene.