Lo que el periodismo se juega en el juicio al fiscal general
La condena, si llega, sería un mensaje demoledor para las fuentes de los periodistas, incluidos los jueces
Hace ya muchos años, declaré ante un juez tras publicar, junto a una compañera, varias informaciones sobre un caso de corrupción que salpicaba a Izquierda Unida en Sevilla que estaba bajo secreto de sumario, esa fase en la que solo el juez y el fiscal conocen el estado de las investigaciones policiales. Se conoció como caso Camas, por una localidad cercana a Sevilla capital, en el que se investigaba el pago de comisiones por recalificaciones urbanísticas. Era la pr...
Hace ya muchos años, declaré ante un juez tras publicar, junto a una compañera, varias informaciones sobre un caso de corrupción que salpicaba a Izquierda Unida en Sevilla que estaba bajo secreto de sumario, esa fase en la que solo el juez y el fiscal conocen el estado de las investigaciones policiales. Se conoció como caso Camas, por una localidad cercana a Sevilla capital, en el que se investigaba el pago de comisiones por recalificaciones urbanísticas. Era la primera vez que estaba en esa tesitura incómoda. Llegado el momento, la comparecencia no llegó a durar ni tres minutos. El abogado del denunciante me preguntó cómo había obtenido la información y me limité a acogerme al secreto profesional. A continuación, me preguntó si podía precisar si la información nos había llegado en un dispositivo electrónico o en papel. No tuve necesidad de responder porque el juez le interrumpió y le dijo que me había acogido a un derecho constitucional y que no tenía que responder a esa pregunta. Tras unos segundos de desconcierto, el magistrado preguntó al letrado si tenía alguna otra cuestión y este comentó que no tenía ninguna más. Nos levantamos y nos fuimos. El caso se archivó.
Años después participé en un foro con jueces y fiscales sobre la relación del periodismo con la justicia que terminó con una charla en la que, obviamente, varias preguntas se centraron en la revelación de las investigaciones judiciales que están bajo secreto. Con cierto escándalo de los presentes, aseguré que la obligación del periodista (sí, la obligación) es conseguir las informaciones de interés público por medios legítimos y publicarlas. ¿Aunque ponga en peligro una investigación?, preguntó un juez. Sí, sin duda, dije. ¿Sin ningún límite?, preguntó otro. Ahí lo pensé más y añadí que en casos de seguridad nacional o de terrorismo (entonces existía ETA) probablemente no lo haría. Pero tampoco dije un no tajante. Ni ellos me convencieron de la aberración que, en su opinión, era publicar informaciones sobre casos que están bajo secreto, ni yo, me temo, les convencí de que nuestro deber es publicarlas. Eran y son intereses y derechos contrapuestos que a lo largo de los años han convivido sin que la democracia haya sufrido un daño irreparable.
Esta experiencia personal está relacionada, como no podía ser de otra manera, con el juicio en el Tribunal Supremo al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, acusado de revelación de secretos tras divulgarse el correo electrónico que el abogado de la pareja de Isabel Díaz Ayuso envió a la fiscalía para buscar un pacto en la investigación por fraude fiscal.
El juicio ha llegado tras un recorrido profundamente anómalo e inquietante. En primer lugar, el Supremo decidió investigar esta filtración cuando en España ha habido centenares de casos en los que se ha vulnerado el secreto de sumario sin que se produjese un escándalo comparable. Sin ir más lejos, y aunque era materia ya juzgada, el fallo del Supremo sobre la sentencia del procés se filtró sin que esta estuviera notificada a las partes. En segundo lugar, se ha tratado de una investigación inductiva. Desde el inicio había un sospechoso principal y se han buscado indicios (muy endebles, por otra parte) que apuntalasen esta tesis, despreciando todos los testimonios, estos sí directos, que exculpaban a García Ortiz. Y en tercer lugar, la investigación fue desproporcionada (contrariando un principio básico del derecho) para el delito que se investigaba. Enviar a la UCO (grupo de élite de la Guardia Civil especializado en delitos graves) para registrar el despacho del fiscal general del Estado fue una desmesura, aunque recibiese el aval de la sala de apelaciones del Supremo, sorprendente en un tribunal especialmente garantista.
La vista oral que está teniendo lugar en el Supremo afecta fundamentalmente a García Ortiz, a su vida, a su honor y a su futuro profesional. Pero hay un aspecto del juicio que es relevante para los periodistas y, por ende, para el derecho a la información. La condena, si llega, sería un mensaje demoledor del Supremo para todos los operadores judiciales que de una u otra manera son fuentes de los periodistas, incluidos los jueces. Sería una intimidación y un escarmiento preventivo sin precedentes para quienes desde intereses espurios o legítimos revelan o confirman una información o un dato a quienes ejercen el periodismo de tribunales. Sería, en definitiva, la quiebra de la confianza entre fuentes y periodistas en el ejercicio de la información sobre un poder del Estado. Los periodistas, todos, se juegan mucho en la sentencia del Supremo sobre el fiscal general del Estado.