Buscando a un padre por los barrancos y campos de naranjos de Valencia
Los hijos de José Carlos Macario, desaparecido en la riada, han rastreado durante días el territorio de destrucción donde creen que se halla el coche que conducía su padre
Cristian Macario empezó a buscar desaparecidos de la dana antes de saber que su padre era uno de ellos. Como muchos otros vecinos de las zonas afectadas, salió al encuentro de supervivientes el miércoles 30 de octubre, cuando todos en esta zona comenzaron a explor...
Cristian Macario empezó a buscar desaparecidos de la dana antes de saber que su padre era uno de ellos. Como muchos otros vecinos de las zonas afectadas, salió al encuentro de supervivientes el miércoles 30 de octubre, cuando todos en esta zona comenzaron a explorar el alcance de la destrucción. Como perdió la cobertura, no se enteró hasta el día siguiente de que su padre, José Carlos Macario Gil, no había dado señales de vida desde el martes por la tarde, cuando regresaba a casa en coche junto a un compañero del trabajo. Entonces tuvo que priorizar. Partiendo del último lugar donde se detectó la señal de GPS del móvil del compañero ha peinado kilómetros y kilómetros de terreno, junto a su hermano Paco y otros amigos. La tarea parece casi imposible. El área de rastreo es gigantesca y muchos vehículos están sepultados debajo del fango. Cristian prefiere esto a esperar a que suene el teléfono con una noticia fatídica: “Sé que estamos dando palos de ciego, pero si me quedo parado me pongo nervioso”.
Las búsquedas empiezan temprano al amanecer y acaban cuando se va el sol. Participan los dos hermanos y otros amigos. Para coordinarse, han creado un grupo de WhatsApp llamado Siempre Fuertes, un nombre que va seguido de tres emoticonos: un bíceps levantado, unos dedos cruzados y un trébol de cuatro hojas. Cristian, que tiene nociones militares, les indicó que debían abrirse en abanico. Llevan botas, guantes y mascarillas. Y han visto de todo. “Cuatro o cinco cadáveres”, dice Cristian, albañil de 40 años. “Más de los que quisiera haber visto en esta vida”.
El padre tiene 63 años y conducía un monovolumen Nissan Almera negro con matrícula 0023 CPC. El compañero copiloto es Juan Vicente Madrid y tiene 50 años. Ambos salieron desde Aldaia en dirección a Cheste. Lo último que saben los hermanos sobre José Carlos es que uno de sus medio hermanos, de 11 años, lo llamó y el padre respondió que no podía hablar porque iba conduciendo y apenas podía ver a causa de la lluvia.
Cristian cuenta esto en el primer día que descansa, ocho días después de la catástrofe. Lo hace sobre un puente roto a la salida del casco urbano de Cheste, justo encima del barranco del Poyo, la zona cero de la destrucción. Lo acompañan su cuñado Daniel y una media hermana por parte de madre, Charo. Desde aquí contemplan buena parte del territorio que han batido. Debajo del puente, a unos cincuenta metros, divisan un coche sepultado por la tierra y delimitado con cinta policial como si fuera el cuerpo de un delito. Unos militares de la UME se acercan con un perro de búsqueda y rescate. Por momentos se hace el silencio. El perro olfatea. Más silencio. “Si el animalito no ladra no hay cuerpo”, explica el brigada Cañizares, que observa desde lo alto del puente cómo sus compañeros y el perro se alejan del vehículo.
Cristian ha visto esta escena ya varias veces. El lunes se encontraron un “cementerio de coches”, todos amontonados. Ninguno era el Nissan de su padre. Cuando los dos hermanos y sus amigos localizan un cadáver en un vehículo lo señalizan con un palo y un lazo, para que las autoridades lo sepan. Apenas se han cruzado con uniformados. Faltan muchos para el trabajo que se necesita. A los que han visto les han facilitado los detalles de su padre y el coche. La Guardia Civil ha tomado muestras de ADN de Paco. Esta búsqueda puede terminar en cualquier momento. Con solo una llamada. “Lo que queremos es que se acabe. Para bien o para mal. Pero que se acabe ya”, dice Cristian.
Mañana a las nueve de la mañana retomarán los rastreos. Esperan peinar una zona nueva, un polígono por donde han oído que desviaron a los conductores que querían entrar en Cheste. Regresan a pie en dirección al centro de Cheste, una ciudad de casi 9.000 habitantes. Al alejarse de la zona del barranco, apenas se perciben daños. Cristian, que lleva días caminando por trochas con olor a cadáver, no puede más que sorprenderse por el contraste: “No sé si la realidad es esto o lo otro de ahí atrás”.
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