Lo que se juega el PP

La crisis del Partido Popular es solamente una réplica más de un terremoto que ya hemos visto antes en Francia, en el Reino Unido o en Italia

José María Aznar, presidente del Gobierno en 2004, en una reunión con el presidente de EE UU, George W. Bush.SUSAN WALSH (AP)

Ha habido estos días la tentación fácil de explicar lo sucedido en el Partido Popular como una lucha faccional o de egos, ambiciones personales desmedidas, típico navajeo político, incluso el resultado de la mediocridad de partidos que ya no saben reclutar a sus dirigentes. Se trata de un relato demasiado novelesco que oculta un problema más de fondo, y que es común a otras democracias parlamentarias de nuestro entorno: el declive de la derecha tradicional ante el ascenso de nuevos movimientos radicales a su derecha.

Como ilustra ...

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Ha habido estos días la tentación fácil de explicar lo sucedido en el Partido Popular como una lucha faccional o de egos, ambiciones personales desmedidas, típico navajeo político, incluso el resultado de la mediocridad de partidos que ya no saben reclutar a sus dirigentes. Se trata de un relato demasiado novelesco que oculta un problema más de fondo, y que es común a otras democracias parlamentarias de nuestro entorno: el declive de la derecha tradicional ante el ascenso de nuevos movimientos radicales a su derecha.

Como ilustra un reciente estudio sobre los partidos mainstream de la derecha en Europa, de Tim Bale y Cristóbal Rovira Kaltwasser, la crisis del PP es solamente una réplica más de un terremoto que ya hemos visto antes en Francia, en el Reino Unido, en Italia y en otros países, y que se ha llevado por delante la unidad (o a veces la propia existencia) de las fuerzas que en el pasado siglo contribuyeron a consolidar la democracia representativa, la integración europea y con ello la paz que estos días vuelve a ponerse en cuestión en nuestras fronteras.

Cambian los paisajes, el trasfondo histórico y las reglas de cada entorno, pero en todos los casos acabamos en la misma incógnita: ¿Cómo mantener unida una coalición de votantes dispar y de intereses divergentes, formada por grupos sociales bienestantes junto a otros sectores menos favorecidos, pero que ven las oportunidades para ascender socialmente en el mantenimiento del orden económico y el predominio de la libertad individual? ¿Y cómo hacerlo cuando surge una voz más radical a su derecha que señala las contradicciones e impotencias de quienes gobernaron estas décadas atrás?

La importancia de disponer de una fuerza ideológicamente transversal en la derecha queda de manifiesto en otro estudio reciente de Daniel Ziblatt sobre los partidos conservadores. Según este, la democracia liberal pudo triunfar allí donde estas formaciones construyeron organizaciones suficientemente amplias y socialmente plurales para evitar el surgimiento de opciones más radicales que pusieran en peligro los consensos democráticos. Allí donde fracasaron, la democracia sucumbió al populismo totalitario.

Es cierto que el Partido Popular posee algunos rasgos peculiares ante otras derechas europeas, que dan aún más valor al casi-monopolio del espacio liberal-conservador fraguado por Aznar hace más de 25 años y que le han convertido en uno de los referentes del centroderecha europeo.

Esa fórmula aznariana se erigió sobre dos condiciones necesarias: un proyecto político fuertemente anclado en el electorado moderado, que permitía una competición con el PSOE orientada al centro; y una estructura organizativa muy centralizada y extendida por todo el territorio, que lograba mantener unidas tendencias políticas distintas, desde el españolismo más o menos nostálgico hasta grupos regionalistas muy desconfiados con el centralismo emanado desde Madrid. No en balde, algunos estudios han puesto en evidencia la enorme disparidad de los programas electorales del PP en las diversas comunidades autónomas, mayor que la del PSOE.

Gracias a esa fórmula, no siempre ganadora, pero altamente estable en sus apoyos sociales, el PP consiguió dos logros fundamentales para su consolidación (y la de nuestra democracia, también en sus claroscuros). Por un lado, mantuvo subordinada la extrema derecha dentro del encuadramiento institucional, al precio de dejarle compartir cargos e influencia política sobre algunos ámbitos simbólicos. A cambio, esas voces perdieron relevancia en la conversación pública, hasta el punto de que muchos llegaron a olvidar el arraigo que posee la ultraderecha en España.

Por otro lado, el PP asumió una vía más diversa hacia la unidad de España, al refrenar las actitudes más centralistas de una parte de su electorado (y de sus propios líderes), generalizando el principio de autogobierno incluso entre quienes no lo reivindicaban. Ciertamente, a menudo hubo tras ello más oportunismo que convicción, y siempre a condición de preservar ciertos engranajes de poder que el Estado había construido en torno a la capital.

Con la actual crisis del PP, lo que se pone en cuestión es la capacidad para mantener esa fórmula de cara al futuro. Y lo que no debemos olvidar en las próximas semanas es que tanto Casado como Ayuso, Feijoo y el resto de dirigentes regionales del PP plantean estrategias diferentes, a veces casi opuestas, para dar una misma y positiva respuesta a ese interrogante. Ese es el dilema que deberá seguir resolviéndose la próximas dirección nacional del partido: ¿ha de mantener una orientación privilegiando sus millones de votantes más moderados, evitando la tentación de las estrategias de polarización ensayadas en otros países, a la espera que los votantes de Vox regresen aburridos? ¿O bien debe atreverse a asumir nuevas retóricas desinhibidas de la nueva derecha, acercándose a Vox hasta difuminarlo?

Para resolver ese desafío, cabe no perder de vista esos dos logros mencionados. Así, resulta inviable pensar en mayorías de gobierno del PP que no incluyan, de una forma u otra, esa extrema derecha en su interior, como siempre sucedió antes. En España el límite a la expansión de Vox no vendrá tanto de la mano de ‘cordones sanitarios’ como de la fuerza que el PP sea capaz de retener. Obviamente, será mucho más fácil allí donde su autoridad política permita mantener el monopolio de la derecha, obstruyendo cualquier posibilidad para los de Vox, como en Galicia o Madrid.

Sin embargo, trasladar esas plantillas regionales al conjunto de España no será suficiente. La razón se halla en el segundo logro de la fórmula Aznar: la necesidad de conjugar españolidad con diversidad.

Es ahí donde la presencia de Vox va a resultar más disruptiva. No solo por su énfasis en un nacionalismo español sin matices, sino sobre todo porque los de Abascal son un potente inhibidor de apoyos, dentro y fuera de España. Para el PP, Vox expulsa, ahuyenta, incomoda, especialmente fuera de Madrid: la coalición social que apoya al PP en el resto España es sensiblemente más heterogénea y la madrileñidad españolista no suele funcionar como recurso para representar su pluralidad. Por eso, las coaliciones parlamentarias para gobernar el Congreso son más exigentes: excepto en caso de desmovilización general de la izquierda, la derecha únicamente puede gobernar con la tolerancia del bloque central de la tercera España: el PNV, el nacionalismo catalán, la pléyade territorial ibérica. Una representación que, de momento, no encaja muy bien en la retórica de Ayuso ni en los esquemas analíticos de Vox.

Esa es la gran paradoja que la derecha debe resolver: aunque el PP siempre necesitará al electorado de Vox para gobernar, ningún partido político alcanzó nunca el Gobierno desde una estrategia política centrífuga. ¿Cómo hacer compatibles ambos principios? El gran error de la dirección actual del PP fue no haber sabido explicar que la ‘fórmula Ayuso’ no constituía un atajo alternativo a la fórmula Casado. Lo significativo es que la ‘fórmula Feijoo’ no parece que plantee tampoco algo distinto a la que ahora se acaba de destronar. No tardaremos mucho en verlo.

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