Cien familias en el limbo de un laboratorio

Un tapón en las pruebas de ADN bloquea en Canarias a 200 personas con los perfiles más vulnerables

Mabinty Touré (derecha) con su hija, y la hermana de Touré con el bebé al que dio a luz en Gran Canaria.Javier Bauluz

Las palabras que más se repiten en un centro para mujeres migrantes de Gran Canaria son “estrés” y “llanto”. Mabinty Touré, una profesora guineana de educación infantil de 28 años, las pronuncia una y otra vez en esta entrevista. Llegó a la isla en patera con su hija de cuatro años el pasado septiembre y no puede marcharse al continente hasta que lleguen los resultados de una prueba de ADN que demuestre que es sangre de su sangre. Sin ese test su nombre nunca aparecerá en la lista de personas que pueden ser trasladadas a la Península. “Han pasado ya cinco meses. Quiero continuar mi camino”, pi...

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Las palabras que más se repiten en un centro para mujeres migrantes de Gran Canaria son “estrés” y “llanto”. Mabinty Touré, una profesora guineana de educación infantil de 28 años, las pronuncia una y otra vez en esta entrevista. Llegó a la isla en patera con su hija de cuatro años el pasado septiembre y no puede marcharse al continente hasta que lleguen los resultados de una prueba de ADN que demuestre que es sangre de su sangre. Sin ese test su nombre nunca aparecerá en la lista de personas que pueden ser trasladadas a la Península. “Han pasado ya cinco meses. Quiero continuar mi camino”, pide.

Touré salió de Guinea con su marido en 2019. Fue hasta Argelia, cruzó la frontera con Marruecos y llegó a Dajla, en el Sahara Occidental. Allí, la pareja trabajó siete meses en las conserveras de la ciudad para lograr el dinero para embarcarse, pero lo que ganaban no era suficiente para todos. A la patera subieron solo la madre y la niña. Él se quedó en tierra. Tras tres días en el mar, desembarcaron en el muelle de Arguineguín y pasaron una semana hacinadas entre la multitud. Ella aún tuvo suerte de que no la separasen de la pequeña, como ocurrió con otras madres en esos meses.

Las mujeres con niños, como Touré, son uno de los perfiles más vulnerables de migrantes llegados a Canarias. El Gobierno acepta y, en teoría, prioriza trasladarlas a otros centros de acogida más adecuados en la Península, pero un tapón en las pruebas genéticas, impuestas para evitar la trata o el tráfico de niños, mantiene a cerca de 100 familias en un limbo, según los datos de Cruz Roja, la organización responsable de su acogida.

Los exámenes, a cargo de la Policía Científica en Madrid, tardan de media unas tres semanas, según el Ministerio del Interior, pero los retrasos bloquean en las islas a 200 personas. La mayoría espera resultados desde noviembre y diciembre, aunque hay casos que aguardan más tiempo, según fuentes de Cruz Roja. Actualmente hay además otras seis familias monoparentales que esperan separadas el veredicto de las pruebas. “No entiendo por qué tarda tanto”, cuestiona Touré. No es un problema desconocido para Interior: en mayo del año pasado, en la etapa más dura del confinamiento, las pruebas de ADN bloquearon durante meses a dos decenas de familias sirias en Melilla.

De ese grupo, en Canarias, sobre todo, hay madres solas con sus bebés. Las mujeres representan casi un 5% de las 23.000 personas llegadas en patera en 2020 y buena parte de ellas se embarcó con sus hijos menores, huyendo del conflicto, la ablación, la miseria o el repudio familiar. En sus rutas, en las que atraviesan tres o cuatro países con niños a cuestas, sufren abusos sexuales y maltratos, pasan por centros de detención y, en algunos casos, han llegado a dar a luz en alta mar o nada más desembarcar. La espera se les hace insoportable porque quieren reencontrarse con sus parejas o familias que ya están en Europa, porque necesitan estabilidad para intentar traer a otros hijos que dejaron atrás o porque, simplemente, quieren poner de una vez el contador a cero.

La familia Gueyen posa en el parque de La Granja, en Santa Cruz de Tenerife. Miguel Velasco Almendral

A Abdourahmane Gueye y Salimata Sall, un matrimonio senegalés con dos hijos de cuatro y seis 6 años, les avergüenza encontrarse con otros padres cuando van a recoger a los niños al colegio. Saben que llegaron en un cayuco y les ofrecen ropa y comida, cuando a ellos lo que les gustaría es poder invitar a los amigos de sus hijos al hogar que no tienen. La familia, que pasó ocho días en el mar, aguarda en Tenerife desde el 11 de noviembre el papel que les reconozca como tal. “La estancia en el centro está siendo muy complicada. Todos los días es lo mismo: comer, dormir y llevar a los niños al colegio”, lamenta Gueye. “Preguntamos y siempre nos dicen que los resultados llegarán la semana que viene”. El hombre, que se embarcó con una idea romántica de las oportunidades que España les brindaría, de momento solo acumula frustración. Las madres y los padres entrevistados cuentan cómo lloran cada noche entre cuatro paredes.

En algunas familias, como la de Touré, los interesados además no tienen ni constancia ni documento que certifique que les han tomado las muestras para analizar tras su desembarco. “Nos dicen que no han salido los resultados del test, pero es que yo diría que ni siquiera nos han tomado las muestras”, afirma la guineana. La espera en estos casos es encima en vano. “Los largos tiempos de espera generan angustia y mucha ansiedad en los progenitores que no pueden seguir su proyecto migratorio. El malestar de los padres repercute en los niños, que sufren problemas para dormir, agobio...”, denuncia la portavoz de Save the Children, Jennifer Zuppiroli. La organización recuerda que la mayoría de estos análisis arroja un resultado positivo y aboga por que puedan esperarse los resultados en la Península.

Sidibe, el hijo de 10 años de Aminata Diawarra, una marfileña de 38, perdió a su padre asesinado cuando era un bebé. Su muerte desencadenó un sinfín de conflictos familiares que acabaron empujando a Diawarra a dejar allí a sus dos hijas de 12 y 16 años y marcharse con el pequeño. La intención de la mujer no era emigrar a Europa, pero durante el tiempo que estuvieron en Dajla, donde cumplía jornadas de trabajo de 12 horas por nueve euros diarios, cambió de opinión. “Un árabe del trabajo nos habló de la patera y me decidí”, recuerda. Cuenta la mujer que durante ese tiempo en Dajla no le dio demasiadas explicaciones a su hijo, que observa más que pregunta. Tampoco cuando el pasado septiembre se subió con él a una patera, la misma que Touré. Pero el pequeño Sidibe, en mitad del viaje, al final le preguntó:

—Mamá, ¿adónde vamos?

La madre sonríe al recordar la respuesta que se le ocurrió: “A Francia, hijo”. En París vive su hermana y allí quiere empezar a trabajar para enviar dinero a sus hijas, pero la promesa hecha en pleno océano sigue bloqueada en el laboratorio.

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