Pelos

Detesto los pelos. No los enraizados y vivos: odio el pelo muerto, en cualquier parte

LUIS SEVILLANO

Tengo la costumbre de quitar los pelos de los abrigos. En realidad, no es una costumbre; es una manía. Detesto los pelos. No los enraizados y vivos: odio el pelo muerto, en cualquier parte –en un bidé de hotel, testigo silente de que tu culo nunca fue el primero en llegar-. Pero, por encima de todo, odio con encono al pelo que se enrosca en el punto de espiga de una manga, o se incrusta en una costura, como si quisiera volver a crecer, una lombriz muerta columpiándose en el aire. Se me hace un intruso repugnante, no lo soporto. Necesito sacarlo como sea.

Tampoco es que me entusiasmen en...

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Tengo la costumbre de quitar los pelos de los abrigos. En realidad, no es una costumbre; es una manía. Detesto los pelos. No los enraizados y vivos: odio el pelo muerto, en cualquier parte –en un bidé de hotel, testigo silente de que tu culo nunca fue el primero en llegar-. Pero, por encima de todo, odio con encono al pelo que se enrosca en el punto de espiga de una manga, o se incrusta en una costura, como si quisiera volver a crecer, una lombriz muerta columpiándose en el aire. Se me hace un intruso repugnante, no lo soporto. Necesito sacarlo como sea.

Tampoco es que me entusiasmen en el resto de abrigos. Cuando veo uno, siento que tengo que quitarlo. Hace años que pasé a la acción. La primera vez le saqué un pelo largo y sinuoso de color ceniza de la espalda a un chico en una escalera mecánica. Voilá. Ahora soy imparable. Me acerco sigilosamente a cualquier abrigo infecto, y con precisión quirúrgica arranco el cabello con dos dedos sin que el dueño se percate.

El problema es que por mucho que me aplique, siempre habrá pelos muertos en abrigos. Cazadoras fuera de mi alcance, dueños demasiado atentos, pelos cortos y esquivos. Siempre. Y, además, yo necesito comer, pasar la mopa, comprarme zapatos. Está claro. No tengo tiempo.

Cul de sac. A ver cómo me resigno a aceptar que vivo en un mundo peludo e insolente que no responde a mi lógica calva. Porque quiero reinar en un baile eterno hecho a mi medida y cien por cien libre de pelambre, pero en el baile sólo estoy invitada. No es mío. Ni Twitter, ni la televisión, ni la voluntad de los camareros guapos, ni mis ex, ni el tráfico a las seis de la tarde. El mundo no es mío. El mundo es. Y va a seguir bailando por más que me enfade y le pise los pies. Qué terca la costumbre de creer que inventamos el baile al que solamente nos invitaron. En realidad, no es una costumbre; es una manía. Aterradora.

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