Editorial

Despenalizar la política

Pese a las presiones de Mas, el TSJC debe distinguir desobediencia de delito

Carteles en reivindicación de "independencia" y "desobediencia" en Barcelona, durante la concentración del 13 de octubre tras las declaraciones como imputadas de Ortega y Rigau ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC).Quique García (EFE)

Es tan negativo el intento de judicializar la política como inconsistente la tentativa de obstaculizar políticamente una decisión judicial. Dicho de otra manera: cualquier invasión del ámbito ejecutivo por el judicial, o a la inversa, condicionar a los jueces a base de movilizarse bajo las ventanas de sus despachos, quiebra el respeto a la independencia y separación de poderes en una democracia liberal.

Esos principios, que deberían ser obvios, no parece que lo fueran para el Gobierno en su empeño contra una —por otra parte desleal— maniobra de sortear la legalidad por parte del Gobiern...

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Es tan negativo el intento de judicializar la política como inconsistente la tentativa de obstaculizar políticamente una decisión judicial. Dicho de otra manera: cualquier invasión del ámbito ejecutivo por el judicial, o a la inversa, condicionar a los jueces a base de movilizarse bajo las ventanas de sus despachos, quiebra el respeto a la independencia y separación de poderes en una democracia liberal.

Editoriales anteriores

Esos principios, que deberían ser obvios, no parece que lo fueran para el Gobierno en su empeño contra una —por otra parte desleal— maniobra de sortear la legalidad por parte del Gobierno catalán, el 9-N de 2014, cuando desobedeció al Tribunal Constitucional que había prohibido un “proceso participativo” o sucedáneo de referéndum por la independencia. Ni tampoco para el Gobierno en funciones de Artur Mas, que busca otra vez, mediante inaceptables presiones callejeras contra el más alto tribunal catalán, capitalizar aquella equivocación y erigirse en víctima acreedora de compasión popular en busca de capital político para reeditar su presidencia.

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Si esta última maniobra no fuese preocupante, sería patética. Calca la algarada organizada por su antecesor Jordi Pujol en 1984 contra la querella de la fiscalía por sus turbios manejos en el caso Banca Catalana, que incluyó un conato violento en el propio Parlament contra el jefe de la oposición, el socialista Raimon Obiols. Aquel episodio, y las presiones a los magistrados —incluidas las ayudas del abogado de Pujol, Piqué Vidal, luego condenado por corrupto— impidieron durante décadas que los catalanes conocieran el carácter mendaz y gravemente corrupto del pujolismo.

Quien desee reeditar aquella maniobra de desestabilización judicial, que repita gritos, insultos y otros desafueros, como la identificación de Mas con el president vilmente asesinado hace 75 años, Lluís Companys, tras ser entregado a Franco por la Gestapo. Ni la bronca contra los jueces ni esta extemporánea identificación victimaria Mas-Companys, que apela a una abusiva banalización del franquismo, servirá esta vez más que para poner en entredicho a sus protagonistas.

Todo ello no impide recordar, como viene sosteniendo este diario, que la indubitada presión del Gobierno para que la fiscalía se querellase contra Mas fue un error mayúsculo, amén de un abuso político.

Otra cosa es que, presentada la querella, el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya debiese actuar coherentemente y abrir la investigación. Por igual motivo, las razones jurídicas (política aparte) y una amplia jurisprudencia suscitan dudas sobre el carácter presuntamente delictivo de la desobediencia efectivamente cometida por Mas. Convendría más que nunca que el tribunal las ponderase al detalle; y si no constata una evidencia de culpa fuera de toda duda, apelase al carácter garantista del derecho penal y actuase en consecuencia, archivando el caso. En bien de la seguridad jurídica, cuanto antes, mejor.

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