Reportaje:PURO TEATRO

'Enrique V': 'London Calling'

El Festival Temporada Alta (Girona) ha cerrado su edición a lo grande con Enrique V, de Shakespeare, la pieza con la que Edward Hall y la compañía Propeller comenzaron su andadura en 1997 y, para mi gusto, su mejor trabajo junto con Cuento de invierno, presentada en 2005, y que vuelven a llevar de gira, en programa doble. Enrique V no se suele montar mucho: yo diría que en España no se ha visto desde hace siglos. Hay quien dice que eso se debe a que "no está" Falstaff y que, por tanto, tiene mucho menos interés que el extraordinario díptico de Enrique IV, que la pas...

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El Festival Temporada Alta (Girona) ha cerrado su edición a lo grande con Enrique V, de Shakespeare, la pieza con la que Edward Hall y la compañía Propeller comenzaron su andadura en 1997 y, para mi gusto, su mejor trabajo junto con Cuento de invierno, presentada en 2005, y que vuelven a llevar de gira, en programa doble. Enrique V no se suele montar mucho: yo diría que en España no se ha visto desde hace siglos. Hay quien dice que eso se debe a que "no está" Falstaff y que, por tanto, tiene mucho menos interés que el extraordinario díptico de Enrique IV, que la pasada primavera nos ofreció Andrés Lima. Yo creo que Falstaff está por ausencia (soberbiamente evocado por Mrs. Quickly) y, sobre todo, por infiltración o por reverso negativo (intentaré desarrollar luego esta idea). La grandeza de Enrique V es (marca de la casa) su multiplicidad de sentidos: Shakespeare lo dibuja en todas sus facetas y deja que decidamos nosotros. Para unos será una obra patriótica y una exaltación bélica; para otros, una denuncia de los horrores de la guerra y de las rapiñas imperialistas. Su descreída lucidez, sin embargo, se advierte ya en el primer párrafo: "El belicoso Harry se presentaría con la apostura de Marte y veríamos, como sabuesos a sus pies, el Hambre, la Guerra y el Incendio en disposición de ser empleados". Desde el principio también queda muy claro que el joven rey opta por la demencial invasión de Francia sobornado por los prelados Canterbury y Ely, porque la guerra conviene a sus intereses. Bien se cuida Shakespeare de señalar el carácter de mero detonante de la ley Sálica (al subrayar irónicamente su galimatías) para rematar acto seguido la escena con un impulso externo: la burla del Delfín, que trata al monarca como a un niño malcriado, le abocará a la acción.

Catorce fieras actorales que encarnan a los treinta personajes del drama y que cantan como ángeles (rabiosos)

Continuamente percibimos varios perfiles (contradictorios o, mejor, complementarios) al mismo tiempo. Enrique combate en primera línea con las tropas aunque desconfía de ellas: no cuesta ver en él a un precedente del taimado duque Vincentio de Medida por medida cuando se pasea, de noche y disfrazado, para conocer lo que piensan sus bravos (Brecht debió de adorar la confrontación dialéctica entre el rey y el soldado Williams, en la línea de la de Agamenón y su porquero). En un platillo, su vigor y su coraje; en el otro, su rapacidad y su inclemencia. Nuestro corazón se conmueve con la arenga previa a la toma de Agincourt; nuestra cabeza sabe que está enviando a cientos de hombres a la muerte por una causa espúrea. Y, por encima de todo, Shakespeare no nos permite olvidar la contradicción esencial: el monarca puede expoliar condados enteros pero no duda en enviar a la horca a Bardolph y Nym, sus antiguos amigos, acusados de un mísero pillaje. Enrique no es solo un hombre de acción, como Coriolano: es una mezcla temible de soldado y político, capaz de sacar a pasear el ingenio y la retórica cuando le conviene. Falstaff (y vuelvo a lo apuntado al principio) educó a un monstruo, y en ningún momento se ve más claro como durante el cortejo final a Catalina: en su galanteo coexisten el risueño príncipe Hal y el brutal monarca que, casi a la manera de Ricardo III, le hace saber a su futura esposa que no tiene otra opción que acceder a sus deseos.

A la manera de ese Coro que, repartido entre todos los actores, despierta nuestra imaginación y nos hace ver caballos, batallas y celéricos cambios de escenario (un recurso narrativo que, curiosamente, Shakespeare no volvió a utilizar), Edward Hall nos lleva de una corte a otra, de Southampton a Honfleur con un leve cambio de luz (gentileza de Ben Ormerod), y unas plataformas de madera convertidas en rampas nos evocan, por un instante, el desembarco en Normandía (o en Irak), mientras los soldados aúllan el London Calling de los Clash (Rock the Casbah o Straight to Hell también habrían ido al pelo) sobre el tableteo de las ametralladoras en la noche, y dos andamios metálicos pueden ser torres de vigilancia o máquinas de guerra entrechocando, aunque para cada muerte le baste con un bate de béisbol que golpea furioso contra un saco de boxeo.

La escenografía de Michel Pavelka y el vestuario de Hannah Lobelson (los ingleses, como hooligans en las Malvinas; los franceses con los cascos y escudos de la Garde Republicaine) hacen temer, en principio, una modernez al uso (es decir, mil veces vista), pero todo es sabio, imaginativo y preciso, y el verso fluye con tanta fuerza como claridad, y la energía es constante, puro músculo, un ritmo intenso y continuo, catorce fieras actorales que encarnan a los treinta personajes del drama, y que cantan como ángeles (rabiosos), ahora un Réquiem, ahora una de los Pogues (Wild Rover) o de los Beach Boys (Sloop John B.), y en el intermedio siguen cantando, cosa de recaudar fondos para una charity y no parar, sobre todo no parar, no perder comba, pero también saben echar el freno y trabajar la tensión de la falsa calma, como en el notable juego de escenas contrapuestas en los dos campamentos la víspera de Agincourt. No voy a detallar sus nombres porque tendría que mencionarlos a todos, tan alto es el nivel. Hay que destacar, claro está, a Dugald Bruce-Lockhart, que tiene un aire al joven Mel Gibson de Mad Max (y al joven e inglesísimo Kenneth More), y que es un Enrique carismático, seductor, brutal y oscuramente atormentado.

Propeller es una compañía enteramente masculina, a la isabelina usanza, pero en esta ocasión no hay demasiado travestismo: quizás Enrique V sea (seguida por Julio César y Coriolano) la pieza más testosterónica del Gran Will. Sólo cambian de sexo Chris Myles (Exeter y Alice, la criada de la princesa), Tony Bell (Fluellen y Mrs. Quickly) y Karl Davis, que interpreta al niño asesinado por los franceses y a la dulce Catalina. Si tuviera hijos y quisiera que descubrieran el mundo de Shakespeare les llevaría a ver este arrasador Enrique V. Y si aun quedan euros en las arcas del Festival de Otoño en Primavera deberían programarlo, a ser posible en programa doble con Cuento de invierno.

El actor Dominic Thurborn, en un momento de la representación.MANUEL HARLAN