OPINIÓN

El loro de Flaubert

Cuando Julian Barnes publicó El loro de Flaubert, la editorial Anagrama trajo a Madrid al gran escritor británico.

Y como su libro iba de loros, un periodista le contó un chiste célebre entre nosotros. El chiste de los loros. A Barnes le hizo gracia y lo incorporó a su colección de textos sobre los loros.

Lo que le contó el mencionado periodista al autor inglés es lo que sigue. Un señor entró en una tienda de mascotas en busca de un loro. Había tres, de distintos precios. Porque cada uno tenía una habilidad diferente, según el vendedor. El primero, que era el más barato, s...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Cuando Julian Barnes publicó El loro de Flaubert, la editorial Anagrama trajo a Madrid al gran escritor británico.

Y como su libro iba de loros, un periodista le contó un chiste célebre entre nosotros. El chiste de los loros. A Barnes le hizo gracia y lo incorporó a su colección de textos sobre los loros.

Lo que le contó el mencionado periodista al autor inglés es lo que sigue. Un señor entró en una tienda de mascotas en busca de un loro. Había tres, de distintos precios. Porque cada uno tenía una habilidad diferente, según el vendedor. El primero, que era el más barato, sabía latín y griego. El segundo era carísimo -un millón de dólares-, porque era capaz de hablar, además de esas dos lenguas clásicas, los idiomas más imprescindibles: inglés, alemán, francés, español y hasta chino. El precio del tercero triplicaba esa cantidad. ¡Tres millones de dólares!

-¿Y qué hace, qué demonios hace este loro para valer tanto? -preguntó el cliente.

Y el vendedor, muy ufano, expresó la razón de semejante carestía:

-No habla nada, pero los demás lo llaman maestro.

Manuel Vicent cuenta que había una especie de tertulia sacra en torno al silencio de Atahualpa Yupanqui, el ilustre cantante argentino que hizo de la existencia de Dios una pregunta de índole marxista. Pues muchos de los religiosos seguidores de Atahualpa iban cada día al Café Gijón de Madrid a escuchar su palabra, acontecimiento que nunca se producía.

Hasta que un día alguien vino a la tertulia con el relato de un violento caso de corrupción de un individuo que había sido hallado con las manos en la masa, y luego fue preso y condenado a la cárcel y a la ignominia.

Entonces el maestro Yupanqui levantó la barbilla con la intención evidente de romper su sabio silencio, y en efecto produjo estas palabras que los demás siguieron con la reverencia que se siente ante lo excepcional:

-Eso demuestra que en este mundo el que la hace la paga.

El gran Jorge Luis Borges, que era maestro pero hablaba, fue a ver hace muchos años, en Guadalajara (México), donde ahora se celebra la mejor feria del libro de la lengua española, a su facundo colega tapatío Juan José Arreola. Era una visita de postín, así que fuera de la casa se situaron algunos periodistas que, al término del literario encuentro, le preguntaron al escritor argentino cómo había ido la ceremonia. Y Borges explicó, muy solícito, como siempre:

-Muy bien. He podido introducir unos sabios silencios.

Me han venido estas cosas a la cabeza porque estos días se habla mucho del silencio del presidente in pectore del Gobierno de España, que viene transmitiendo por personas interpuestas (sus compañeros de partido, sus visitantes) la sensación de sus ánimos; también ha utilizado (dos veces hasta el cierre de esta columna) el Twitter, a través de cuyos caracteres ha querido llevar a la ciudadanía la garantía de que está callado pero trabajando.

Bueno, pues que sepa que estamos esperando que nos diga algo, pues ya se sabe que el silencio es magisterio tan solo cuando se rompe.

Archivado En