Crónica:SILLÓN DE OREJAS

Literatura y bandidaje, o del mal el menos

Hay criminales que nos hacen sentir mal no por sus fechorías, sino porque con ellas consiguen despertar nuestras simpatías (y fantasías) más moralmente culposas. Los bandidos generosos y vengadores han gozado (al menos durante un tiempo) de buena prensa. Y también de excelente literatura. Aunque tengan lejanos antecedentes, como aquel Ghino Di Tacco, cuya historia se cuenta en el Decamerón, o el cervantino Roque Guinart, cuyas manos "tienen más de compasivas que de rigurosas" (el Quijote, II, 50), su figura literaria se afianza definitivamente en el primer Romanticismo, como héro...

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Hay criminales que nos hacen sentir mal no por sus fechorías, sino porque con ellas consiguen despertar nuestras simpatías (y fantasías) más moralmente culposas. Los bandidos generosos y vengadores han gozado (al menos durante un tiempo) de buena prensa. Y también de excelente literatura. Aunque tengan lejanos antecedentes, como aquel Ghino Di Tacco, cuya historia se cuenta en el Decamerón, o el cervantino Roque Guinart, cuyas manos "tienen más de compasivas que de rigurosas" (el Quijote, II, 50), su figura literaria se afianza definitivamente en el primer Romanticismo, como héroe vengador y solitario empeñado en defender a quienes no pueden hacerlo por sí mismos (debo aclarar que entonces aún no existían los eficaces y peleones sindicatos, ajenos a los intereses clientelares, que hoy día se desviven por defender a los débiles de los excesos de los poderosos). Friedrich Schiller trazó las líneas esenciales de su perfil (de origen noble, humillado por los suyos y dispuesto a la violencia a causa de la prepotencia de quienes tienen la ley de su parte) en el personaje de Carlos Moor, protagonista de su drama Los bandidos (1781), para quien se inspiró en Robin Hood, célebre héroe del folclore británico. Luego lo vemos reencarnado con múltiples variantes (incluidas las nacionalistas) en otros importantes hitos del Romanticismo, como en el drama "español" Hernani (1830), de Victor Hugo, o las novelas Michael Kohlhaas (1811), de Heinrich von Kleist; Rob Roy (1817), de Walter Scott, o la póstuma y breve Dubrovsky (1841), de Pushkin. Y, por supuesto, en la más célebre de todas: El conde de Montecristo (1844), de Alejandro Dumas, que alimentó la literatura popular del delincuente compasivo durante algunos años más, hasta que la implantación del anarquismo y del socialismo entre la clase obrera le hizo perder glamour. Bueno, pues estos días he pensado en esa tradición y en lo que significaba, y también en las razones de su éxito, a propósito de una estupenda novela policiaca muy alejada (en intención y alcance) de esos ilustres ejemplos románticos. Lo que pasa en Con el agua al cuello (Tusquets), la última novela de Petros Márkaris, es que en ella hay alguien (tranquilos, no voy a revelarles nada que les chafe el placer de leerla) que se dedica a asesinar (decapitándolos, nada menos) a varios personajes relacionados con el mundo de las finanzas o de sus cercanías, lo que viniendo de un griego y con la que les está cayendo desde hace un par de años no deja de tener su morbo. Y su poquito de gracia redentora (los asesinatos coinciden con una campaña que insta a los ciudadanos a boicotear a los bancos y no pagar sus deudas). Todo eso con el telón de fondo (los descabezamientos tienen lugar durante el verano de 2010 y algún personaje apoya a España en su duelo futbolero con Holanda) de manifestaciones violentas y gases lacrimógenos, jubilaciones atrasadas, recortes de salarios, despidos fulminantes, comercios cerrados, huelgas constantes y todo lo demás: como ven el escenario no es precisamente una fantasía tropical. Claro que entra en escena el admirable y cascarrabias comisario Kostas Jaritos (uno de cuyos rasgos culturales más notables es que sólo lee diccionarios) y aclara el entuerto. En todo caso, pensar en los bandidos justicieros literarios me ha servido también para reivindicar la memoria de los nuestros más reales. Por ejemplo la del catalán Perot Rocaguinarda (¿1582-1635?), en quien se inspiró Cervantes para su quijotesco Roque, o en el utrerano Diego Corrientes (1757-1781), que murió ahorcado, o en el madrileño (de Lavapiés, por cierto) Luis Candelas (1804-1837), a quien se le atribuye esta exclamación (en realidad, un noble deseo) antes de ser sometido al garrote (vil): "¡Patria mía, sé feliz!". Reivindico desde aquí sus legendarios nombres para bautizar con ellos todos aquellos impuestos que graven convenientemente a las grandes fortunas españolas y que podrían ser un día implementados por futuros Gobiernos progresistas (¿quizás hacia 2050?). Mientras tanto, consolémonos con Márkaris. Y elijamos del mal el menos porque, a veces, lo que viene es aún peor que lo que se va. Como muy pronto, sin duda, comprobaremos.

Historietas

Conmemoro el veinticinco aniversario de la publicación del genial Maus (Reservoir Books), de Art Spiegelman (la única novela gráfica que ha obtenido el Pulitzer), dedicándome a la lectura y repaso de los últimos cómics recibidos. Empiezo, en todo caso, por sumergirme en El discurso del cómic (Cátedra), de Luis Gasca y Román Gubern, un libro excepcional y desde ahora imprescindible, a la vez erudito y entretenido (e ilustrado didácticamente con centenares de viñetas), destinado a convertirse en el manual de referencia sobre las convenciones y el lenguaje de la historieta. Del resto selecciono un magnífico álbum que acaba de publicar Ediciones La Cúpula: Haarmann, el carnicero de Hannover, un asesino en serie, de Isabel Kreitz y Peer Meter, es el apasionante biopic gráfico del célebre criminal alemán cuya peripecia ya inspiró a Fritz Lang su inolvidable película M, el vampiro de Düsseldorf (1931). Si les gustan las historias gráficas, no se pierdan ésta.

Doscientos

Doscientos es una cifra muy especial y repleta de alusiones. Es, por recurrir en primer lugar a la contundencia aritmética, el guarismo natural que sigue a 199 y precede a 201. Menos lacónicamente, recuerda la cantidad exacta de monjes (luego mártires) del monasterio de San Pedro de Cardeña degollados (año 953) por los alfanjes musulmanes del cruel general Galib (Abu Temman al Nasir), cuya "soldadesca mora" (según el Santoral) asaltó el venerado cenobio "para satisfacer su desenfrenada codicia de riquezas y, al mismo tiempo, apagar su insaciable sed de sangre cristiana". La cifra también consigna, por citar un episodio bíblico que siempre me resultó particularmente instructivo (1 Samuel, 18: 19-28), el número de prepucios (han leído perfectamente) filisteos que le regaló el prudente David al soberbio Saúl para que éste le aceptara como marido de su hija Mical (el texto bíblico no aclara el posterior destino dado por el primer monarca israelita a los fragmentos de íntimo pellejo enemigo). Y, por lo que a este Sillón de orejas se refiere, 200 marca el número de veces que el dibujo de Max y los textos de un servidor vienen agitándose desde estas páginas, recabando la atención de improbables lectores (¿hay alguien al lado de allá?, me pregunto cada semana) lo mejor que cada uno puede. Soy un sentimental, y aunque escribo esto precisamente el día en que, según los expertos, hemos alcanzado la espeluznante cifra de 7.000.000.000 de individuos esquilmando este planeta (déjenmelo poner con todos sus ceros y recordarles que, hace 12 años, éramos "sólo" 6.000.000.000), me gustaría brindar con Max, con el gato y con ustedes por ese 200 tan nuestro e insignificante. Para lo otro, démosle un repasillo a Malthus (sin olvidar a Marx).

Ilustración de Max.

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