Columna

Kazan

Existen artistas cuyo fatigoso egocentrismo recibe lógica bula. Están tan absortos en su deslumbrante universo que no tienen tiempo ni ganas para reconocer bellezas ajenas. Sus manifestaciones verbales sobre la creación artística comienzan y acaban con su obra. Y hay otros, como un individuo bajito, elocuente y genial llamado Martin Scorsese, que vuelcan su generosidad y su admiración hacia artistas de los que aprendió, que le provocaron sensaciones impagables, que representaron un faro en épocas dominadas por la duda, la niebla y la incertidumbre.

Scorsese ha descrito en documentales p...

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Existen artistas cuyo fatigoso egocentrismo recibe lógica bula. Están tan absortos en su deslumbrante universo que no tienen tiempo ni ganas para reconocer bellezas ajenas. Sus manifestaciones verbales sobre la creación artística comienzan y acaban con su obra. Y hay otros, como un individuo bajito, elocuente y genial llamado Martin Scorsese, que vuelcan su generosidad y su admiración hacia artistas de los que aprendió, que le provocaron sensaciones impagables, que representaron un faro en épocas dominadas por la duda, la niebla y la incertidumbre.

Scorsese ha descrito en documentales penetrantes, apasionados y profundos su conocimiento y su amor hacia los clásicos del cine norteamericano e italiano. También ha rendido tributo a la música que le hizo feliz, a gente como Dylan, George Harrison, los Rolling Stones o al memorable concierto en el que The Band nos decía adiós, acompañados de músicos y cantantes legendarios, en una celebración épica, exaltante y triste que conviene guardar con infinito mimo en tu filmoteca y que se titula El último vals.

En Una carta a Elia, que emite esta noche el canal TCM, Scorsese muestra su fascinación y la huella que le dejó el cine de Elia Kazan, un hombre tan brillante y sensible en su creatividad como turbio en su conducta vital, el delator más famoso en la sórdida caza de brujas. Scorsese no elude en su retrato de Kazan ese episodio lacerante, pero ante todo quiere describir lo que sintió en su adolescencia al ver repetidamente y con emoción renovada algunas joyas de Kazan como La ley del silencio, Al este del Edén y Río salvaje. También indaga en la volcánica personalidad de aquel inmigrante armenio para explicar lo mejor de su arte.

Scorsese nos revela su identificación emocional con los personajes y sentimientos que aparecían en la pantalla, la autenticidad de cada gesto, el inmenso refugio que suponían para él aquellas películas, su decisiva influencia para que intentara contar historias con una cámara. ¿Qué tipo de persona debe de ser un director de cine?, se preguntan obsesivamente Scorsese y Kazan. Su respuesta es tan compleja como lírica. Es preciosa esta carta de amor.

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