Mi verdadera historia

DÍA 2

Por aquellos días (acababa de cumplir 12 años y seguía meándome en la cama) sucedió un hecho horrible, y también portentoso, del que daré cuenta ahora por primera vez. Lo creáis o no (y sería preferible que no, aunque quizá recordéis la historia, pues salió en todas partes), un lunes, al volver del colegio, tomé la decisión de suicidarme, para lo que me acerqué a un puente por debajo del cual pasaba una autopista que caía cerca de casa. Tal vez no me distingáis bien porque los días de invierno son cortos y había comenzado a oscurecer. Pero esforzad la vista, miradme cómo observo hipnotizado a ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Por aquellos días (acababa de cumplir 12 años y seguía meándome en la cama) sucedió un hecho horrible, y también portentoso, del que daré cuenta ahora por primera vez. Lo creáis o no (y sería preferible que no, aunque quizá recordéis la historia, pues salió en todas partes), un lunes, al volver del colegio, tomé la decisión de suicidarme, para lo que me acerqué a un puente por debajo del cual pasaba una autopista que caía cerca de casa. Tal vez no me distingáis bien porque los días de invierno son cortos y había comenzado a oscurecer. Pero esforzad la vista, miradme cómo observo hipnotizado a los automóviles en su ir y venir, ¡zum, zum, zum!, soy ese pobre crío que va a saltar ahora mismo por el puente calculando que morirá al instante, como los insectos al golpearse contra el parabrisas. Mi padre, en verano, al llegar a la playa, observaba con fascinación la delantera del Citroën para comprobar la cantidad de bichos que se habían estrellado contra la carrocería y que parecían letras rotas. ¿También yo parecería una letra rota?, ¿quizá una mayúscula? Me gustaba la idea de que mi padre me observara con el extraño hechizo, tal vez con el dolor, con el que contemplaba a los insectos.

Notad mi dolor en vuestro pecho. Padeced como si os perteneciera mi asfixia
Más información

Aunque no tengo el tamaño de una libélula, ni siquiera el de un gorrión (también, excepcionalmente, se estrellaba algún pájaro), soy menudo y delgado, de modo que si me arrojo desde el puente, seguro que perezco en décimas de segundo. Antes de tirarme, y por comprobar ingenuamente, no sé, que la fuerza de la gravedad funciona, saco del bolsillo una canica gorda, de cristal, que he encontrado ese día en el patio del colegio, y la dejo caer sobre el torrente automovilístico, yendo a dar contra el parabrisas de un Mercedes que hace un extraño antes de saltar la medianera e invadir dando vueltas el carril contrario, donde choca de frente contra un camión.

Sentid en vuestro corazón cómo se detiene el mío. Notad mi dolor en vuestro pecho. Padeced como si os perteneciera mi asfixia. Comprobad cómo se os nubla la vista por la falta de oxígeno. Olvidaos de suicidaros porque ya estáis muertos y huid de la escena del crimen sofocándoos porque no respiráis y asfixiándoos porque respiráis demasiado.

EDUARDO ESTRADA