Columna

Ce, ce, o, o

Tengo precisa y necesaria memoria de las ocasiones en las que me han tapado la insultante y kamikaze boquita desde que comencé a emitir por escrito mis prescindibles opiniones sobre las personas y las cosas. Debido al infinito respeto que siente el poder por la libertad de expresión he logrado que no fueran excesivas. Casi todas relacionadas, como no, con la pasta, con los intereses de las empresas que me daban alimento, con sus amigos de conveniencia o los colegas ideológicos que exigían en ese momento el negocio. Imagino que alguna vez tenían razón mis racionales censores, que mi diatriba er...

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Tengo precisa y necesaria memoria de las ocasiones en las que me han tapado la insultante y kamikaze boquita desde que comencé a emitir por escrito mis prescindibles opiniones sobre las personas y las cosas. Debido al infinito respeto que siente el poder por la libertad de expresión he logrado que no fueran excesivas. Casi todas relacionadas, como no, con la pasta, con los intereses de las empresas que me daban alimento, con sus amigos de conveniencia o los colegas ideológicos que exigían en ese momento el negocio. Imagino que alguna vez tenían razón mis racionales censores, que mi diatriba era carne de querella judicial, pero muy pocas veces. Y siempre te sientes entre rabioso y desolado y te planteas la urgencia de salir corriendo de allí. Pero el pragmatismo o la supervivencia te preguntan sabiamente que hacia donde.

En alguna ocasión no salió mi impresión impresa sobre Aznar. Vale. Pero tampoco sobre su perrillo guardián en TVE, sobre un tipo con apariencia de seminarista aplicado llamado Urdaci. Uno asume que todos los totalitarismos (hablar de democracia en la televisión pública casi siempre es un mal chiste, es algo antinatural) precisan su Beria y su Goebbels, pero presupone que también es exigible en estos ejecutores un grado notable de inteligencia y maquiavelismo. Pero todo en la estética y en la ética del pintoresco denunciante del sindicato "ce, ce, o, o" llevaba el aroma de la mediocridad satisfecha, del burócrata triste, del chivato vocacional que recibe los justificados capones de los compañeros en la clase.

Se sabe de este melifluo pavo que al perder las llaves del reino se ganó la vida como histérico contertulio en norias grimosas y que después aparcó su fascinante talento comunicador para currar como relaciones públicas del modélico y transparente constructor El Pocero. Pero, al parecer, ese lucrativo oficio no calma su ansiedad intelectual y se siente en la obligación -la toma del poder por parte de sus antiguos amos es inminente, puede haber un trocito de tarta para los fieles lacayos- de ofrecer su testimonio sobre la mafiosa metodología de los sociatas en su reino televisivo. Cuenta Urdaci que estos susurraban en privado: "Sabemos en que colegio estudian tus hijos". Sin comentarios.

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