Crítica:LIBROS | Ensayo

El fantasma de nuestros días

Cómo se hace para cuestionar una idea que millones no cuestionan? ¿Cómo se hace para plantarse en la orilla opuesta de periódicos, libros y ONG -incluida la ONG para la que uno trabaja- que se ocupan del tema, y sugerir que lo que creíamos tan bueno quizás no sea tan bueno ni tenga tan buenas intenciones? ¿Cómo se hace para contradecir aquello sobre lo que todo el mundo parece estar de acuerdo: que el cambio climático es un hecho; que la ecología es una causa encomiable? Cómo se hace para poner en duda un sistema de pensamiento y contar, de paso, la historia de unas ciudades, de unas mujeres, ...

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Cómo se hace para cuestionar una idea que millones no cuestionan? ¿Cómo se hace para plantarse en la orilla opuesta de periódicos, libros y ONG -incluida la ONG para la que uno trabaja- que se ocupan del tema, y sugerir que lo que creíamos tan bueno quizás no sea tan bueno ni tenga tan buenas intenciones? ¿Cómo se hace para contradecir aquello sobre lo que todo el mundo parece estar de acuerdo: que el cambio climático es un hecho; que la ecología es una causa encomiable? Cómo se hace para poner en duda un sistema de pensamiento y contar, de paso, la historia de unas ciudades, de unas mujeres, de unos hombres. Quizás así: quizás escribiendo un libro llamado Contra el cambio.

Martín Caparrós -nacido en Buenos Aires en 1957- es autor de una obra vasta de ficción (No velas a tus muertos, La Historia, Valfierno, A quien corresponda, entre otros) y no ficción (Dios mío, Larga distancia, La guerra moderna, Amor y anarquía, El interior, Una luna, entre otros) a la que hay que sumar Contra el cambio, cuya esencia podría resumirse en estas dos frases de la página 275: "En general el desastre en nuestras sociedades nunca vino de un hecho que las arruinara, sino de la construcción que las sustenta". Antes y después, Contra el cambio es el despliegue incómodo, incorrecto, inteligente, de esa idea.

Contra el cambio. Un hiperviaje al apocalipsis climático

Martín Caparrós

Anagrama. Barcelona, 2010

280 páginas. 19 euros

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La prosa y la mirada de Caparrós son un reactivo fuerte para almas sensibles o amigas de lo políticamente correcto. Ha escrito a favor de la fiesta del toro y embestido contra Teresa de Calcuta y el Dalai Lama, aplicando siempre una mirada al sesgo, sofisticada y compleja, la misma con la que construyó este libro que es una crónica que es un ensayo que es una crónica. Enviado por el Fondo de Población de Naciones Unidas, Caparrós viaja desde hace cuatro años para escribir historias de jóvenes afectados por diversas cuestiones: la emigración, el crecimiento de las urbes, el cambio climático. En esos viajes, al margen de su trabajo para la ONU, toma notas que cobran, después, forma de libros. El primero fue Una luna (Anagrama, 2009). El segundo es éste. Si se quisiera hacer un resumen sencillo se podría decir que Contra el cambio es un recorrido por la cuenca del Amazonas, Nigeria, Marruecos, Mongolia, Australia, las Filipinas, las islas Marshall, Estados Unidos, en el que se enhebran el viaje y una reflexión acerca de la existencia (o no) y los efectos (o no) del cambio climático. Pero ¿quién quiere hacer un resumen sencillo?

El libro está separado en capítulos y cada capítulo es una ciudad o un punto del planeta en el que Caparrós recorta, con maestría, escenas que iluminan realidades mayores: la ilusión lastimosa de un chico nigerino que se alegra porque su rostro, en una foto que él nunca tendrá, va a llegar a la Argentina; un mercado en Manila donde una vieja de mirada dulce vende pistolas. Entre esas escenas, y con su poderosa maquinaria narrativa, ancla preguntas incómodas tales como si el cambio climático es una cuestión urgente o un discurso funcional impuesto por Gobiernos, empresas y ONG. Busca nexos, conecta realidades distantes, hurga en el comportamiento del clima en otros siglos, recuerda que, si el cambio climático es el fantasma de nuestros días, fantasmas hubo siempre -como la destrucción de la humanidad por la energía nuclear- y a veces, incluso, exactamente los contrarios: en los años setenta los científicos auspiciaban una nueva edad de hielo porque temían que la acumulación de partículas lanzadas al espacio impidiera el paso de la radiación solar.

Aquí el ecologismo no es la ideología revolucionaria de jóvenes guerreros verdes, sino el pensamiento conservador de gente que resiste la idea del cambio; el cambio climático no es una realidad comprobada sino un dato esquivo, ambiguo, sospechoso: "Siempre desconfié de esas causas incuestionables, que no dejan la posibilidad del desacuerdo. Son -suelen ser- el modo en que ciertos sectores con poder le hacen creer al resto que sus problemas son los suyos". En Nigeria, por ejemplo, una chica llamada Fátima, que ha escuchado hablar del cambio climático por primera vez un año atrás, intenta conseguir un horno para dejar de cocinar con leña y bosta, y contribuir al alivio de ciertas emisiones. "Supongo que tiene sentido", escribe Caparrós, "pero parece un chiste: frente a los gases de cualquier central térmica norteamericana, frente a los cuarenta millones de coches de Alemania (...), el aporte del hollín de los fogones africanos o asiáticos es de una modestia espeluznante. Pero reducir las emisiones, claro, es una causa noble: señora Malamba, si por casualidad consigue algo para comer, por favor, cocínelo de forma que no moleste". La fortaleza del libro no reside en negar o afirmar la existencia de lo que discute sino en preguntarse si esa existencia es comprobable y si, en todo caso, es -sería- una catástrofe: "¿Cuánta más gente va a matar el hambre -y la pobreza y la violencia inútil y las enfermedades evitables- en los próximos treinta, cuarenta años, antes de que el cambio climático empiece a tener -si los tiene- efectos fuertes? Claro, los hombres y mujeres que van a matar el hambre son los que siempre matan el hambre: el hambre sabe dónde, cómo actuar, es un agente fiable".

En Una luna, Caparrós extremó una forma de escritura que había experimentado ya en El Interior (Planeta Argentina, 2006), un libro en el que contaba un recorrido por la Argentina utilizando una técnica en la que los bloques de textos se fragmentaban, las historias aparecían y desaparecían de la superficie como leños en el mar, interrumpidas por poemas o miniaturas que hacían que su sentido se potenciara y trascendiera, con mucho, el sentido de la información (pero que, necesariamente, lo incluía). Cada palabra estaba allí engarzada en una escritura de una dimensión sonora y visual pocas veces alcanzada por una pieza periodística, recorrida por una música en la que intervenían, también, el silencio, las pausas marcadas por los cambios de escena, de paisaje. Esa música -la música de lo que se dice, la música muda de lo que se calla- está, también, en Contra el cambio, y es parte inseparable del mundo que Caparrós vino a contar.

La cuenca del Amazonas es uno de los escenarios de Contra el cambio, de Martín Caparrós.REUTERS / RICKEY ROGERS

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