Análisis:

Éxitos

Si ustedes se acercan a la sección de librería de alguna gran superficie verán la poblada artillería de novelas comerciales con argumentos históricos. El impacto es tan apabullante que a uno le da vergüenza salir de allí sin comprar una ración de misterios seudocatólicos o cuarto y mitad de epopeya en las Cruzadas. El rigor literario a menudo está tan arrinconado entre esa exhibición de testosterona novelística como lo estaría santo Domingo Sabio en un macroprostíbulo de carretera. La novela histórica goza de buena salud porque la gente gusta de sumar a placeres primarios como la lectura o el ...

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Si ustedes se acercan a la sección de librería de alguna gran superficie verán la poblada artillería de novelas comerciales con argumentos históricos. El impacto es tan apabullante que a uno le da vergüenza salir de allí sin comprar una ración de misterios seudocatólicos o cuarto y mitad de epopeya en las Cruzadas. El rigor literario a menudo está tan arrinconado entre esa exhibición de testosterona novelística como lo estaría santo Domingo Sabio en un macroprostíbulo de carretera. La novela histórica goza de buena salud porque la gente gusta de sumar a placeres primarios como la lectura o el cine el concepto de utilidad. Igual que si al hacer el amor pides a la pareja que recite los índices del Dow Jones al cierre de la Bolsa de Nueva York para no tener tanta mala conciencia de que has andado perdiendo el rato. Pero si uno traspasa las feísimas portadas encuentra libros entretenidos y bien urdidos. Ken Follett y sus Pilares de la Tierra se alza como una especie de clásico entre sus congéneres. Es un libro que todos hemos leído aunque no lo hayamos leído nunca, porque seguro que hemos devorado a algún imitador.

Anoche, Cuatro comenzó a emitir la miniserie y así, pese al amigo plasta que insistirá en que la novela es mucho mejor, los rezagados podrán engancharse. Pese a todos los prejuicios, la serie atrapa. La producen Ridley Scott y su hermano Tony, pero sin el presupuesto ni la tralla de sus mejores películas. Los actores son tan limitados que cuando aparece Donald Sutherland se produce un agravio comparativo, como ver a Zidane jugando en Tercera. La necesidad de meter espadazos se refrena pasado un rato y terminas interesado en las obras de la catedral, en el destino del bebé abandonado, en la previsible soflama antiintegrista y en los vaivenes existenciales a que todo buen culebrón somete a sus protagonistas. Hereda de su origen literario la sensación de que todo aquello ya lo conoces, pero regala los ingredientes de una fórmula muy disfrutable abreviados y aún más subrayados que en el original. Mientras el mundo engendra nuevos lectores de Ken Follett, la tele recicla la efervescencia de la novela histórica convencida de que la clave del éxito es arrimarse al éxito.

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