Columna

Uralita

Para mí, la uralita es la magdalena de Proust. Es el elemento que despierta los recuerdos infantiles. La condena a la fábrica de uralita de Cerdanyola por las enfermedades causadas a sus vecinos a lo largo de los años es una condena a nuestra infancia. La uralita fue el material imprescindible para todos los casetos y cabañas que veíamos aflorar en la sierra. Fue la techumbre elegida para todas las infraviviendas donde algunos descubrimos lo que era el veraneo. Incluso teníamos un amigo que para demostrar su hombría partía a cabezazos los pliegues ondulados de uralita.

Que la uralita, c...

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Para mí, la uralita es la magdalena de Proust. Es el elemento que despierta los recuerdos infantiles. La condena a la fábrica de uralita de Cerdanyola por las enfermedades causadas a sus vecinos a lo largo de los años es una condena a nuestra infancia. La uralita fue el material imprescindible para todos los casetos y cabañas que veíamos aflorar en la sierra. Fue la techumbre elegida para todas las infraviviendas donde algunos descubrimos lo que era el veraneo. Incluso teníamos un amigo que para demostrar su hombría partía a cabezazos los pliegues ondulados de uralita.

Que la uralita, cuyo polvo de amianto ha resultado ser un veneno mortal, sea condenada es la definitiva satanización de nuestra infancia. Nuestros recuerdos son tóxicos, porque crecimos en una era tóxica que limitaba al norte con Chernóbil y al sur con el aceite de colza. No importaban la prudencia, la estética, la salud, la naturaleza, todo tenía que someterse al imperio del crecimiento económico, del desarrollismo. Con apenas 10 años jugábamos con la uralita, veíamos cómo se rellenaban con ella los baches del camino, y arramblábamos con las planchas descuidadas de cualquier obra para que nuestro padre terminara el tejado de un gallinero o un invernadero o lo que fuera aquel cuartucho torcido y precario que se había empeñado en levantar.

En la infancia vimos contaminarse el río donde nos bañábamos. Ninguna autoridad osaba cerrar una fábrica o una ganadería contaminante. Vimos construirse en zonas protegidas, destrozar la naturaleza que nos rodeaba, talar los pinares de nuestros juegos. Asistimos a esa hecatombe ecológica con la mirada alucinada de quien ve el horror donde los demás ven el progreso. No sé si la condena a la uralita hará justicia. El dinero es una tirita contra el tiempo robado y nunca recobrado.

Lo dramático es que hoy pervivan elementos parecidos en nuestra sociedad, avances que aún no sabemos si son perniciosos para la salud que se extienden irresponsablemente, sin estudios de impacto ni balance de daños, siempre en nombre del desarrollo económico. Hablan de la telefonía, del wifi sin cableado, de emisiones mortíferas y materiales sospechosos. Serán querellas que el tiempo rescatará desde el olvido. Como la uralita, con esa brisa de infancia lejana, de paraíso tóxico perdido.

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