Reportaje:

El hambre entraba nadando

Un libro recoge la historia de la cocina gallega desde los castros a la actualidad

Hace un siglo, la Galicia de las filloas, las castañas, el pan de centeno y borona, el bacalao, la sardina, los cachelos y la empanada pasaba hambre. Tenía, eso sí, sus tabúes en cuanto a alimentación: no resultaban apetecibles las setas -el pan del demonio-, las hojas de vid, las vainas de las judías, la mayoría de los mariscos -que se popularizaron en los años 60- ni las angulas, que incluso llegaron a servir de abono en las huertas.

El campesino medio era pobre también en proteínas, aunque criaba vacas y, sobre todo, cerdos. El suyo era "el suplicio de Tántalo; criar carne y no poder...

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Hace un siglo, la Galicia de las filloas, las castañas, el pan de centeno y borona, el bacalao, la sardina, los cachelos y la empanada pasaba hambre. Tenía, eso sí, sus tabúes en cuanto a alimentación: no resultaban apetecibles las setas -el pan del demonio-, las hojas de vid, las vainas de las judías, la mayoría de los mariscos -que se popularizaron en los años 60- ni las angulas, que incluso llegaron a servir de abono en las huertas.

El campesino medio era pobre también en proteínas, aunque criaba vacas y, sobre todo, cerdos. El suyo era "el suplicio de Tántalo; criar carne y no poder comerla". Con el mito resume el historiador Xavier Castro la paradoja del campesino gallego hasta bien entrado el siglo XX. Profesor en la Universidade de Santiago, Castro presentó ayer el libro Yantares gallegos, un recorrido por la historia de la alimentación en Galicia desde la época de los castros hasta la actualidad. Lo acompañaron el rector en funciones, Senén Barro, y dos nutricionistas de la Fundación Dieta Atlántica, Rafael Tojo y Aniceto Charro.

Xavier Castro: "Con la abundancia consumista los niños ya no se empachan"
La castaña fue rechazada por las clases altas por "basta e indigesta"

"Con la abundancia consumista los niños ya no se empachan", escribe Castro en Yantares gallegos para subrayar el cambio en las rutinas alimenticias de los gallegos desde los años 60. Antes, el buen comer de los gallegos dependía de las estaciones, los temporales y, sobre todo, de la condición social de la que gozasen. Los campesinos más pobres, los bodegueros, usaban las tierras comunales para alimentar sus rebaños, y eran también los que más sufrían con las malas cosechas, siempre dependientes de las condiciones climatológicas. Heladas, granizadas, sequías o lluvias excesivas podían echar al traste el trabajo de todo un año y dejar la puerta abierta a un sinfín de epidemias. La lluvia era especialmente maligna. "Se decía que en Galicia el hambre entraba nadando", asegura Castro, que se ha valido de los trabajos previos de otros historiadores para realizar su síntesis de la historia de la alimentación en Galicia.

"Basada en la cocción, hecha por mujeres con muy pocos ingredientes, pero creativa", así define Castro la manera gallega de cocinar. Pero además de la escasez- que no impidió mantener una población estable y "relativamente bien alimentada"- había que sortear los días en los que la Iglesia prohibía comer carne, hasta 120 en la baja Edad Media, que se irían reduciendo hasta los 40 de la Cuaresma gracias a las bulas. Con todo, clérigos y nobles eran los que mejor comían, y los únicos que se podían permitir la carne en su dieta. "La regla benedictina permitía que hubiese un cocinero permanente dedicado solo a atender la mesa del abad", cuenta Castro. Mal de todo no se debía de comer cuando muchos de los que, llegando el fin de sus días solicitaban retirarse a un convento, pedían recibir los mismos alimentos que los frailes.

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Aunque con altibajos, uno de los alimentos más "democráticos" de la historia de la cocina gallega fue el bacalao, del que se aprovechaba todo y cuyas múltiples recetas lo hacían válido tanto para sobrellevar la Cuaresma como para festejar la Navidad. "Era un poderoso matahambre", sugiere el autor de Yantares gallegos, sólo comparable, a partir del siglo XVIII, a la patata o al maíz, que entraron en Galicia con muy distinta fortuna. El tubérculo gozó de poca predilección en la costa, y el maíz despertaba recelos en el interior, donde prefería el pan de centeno al de borona. "Los del interior tildaban de barrosos a los labradores que habitaban en la marina y ribera porque andaban siempre trabajando en la tierra y llenos de barro y lodo, y todo para alimentarse del pan del maíz", cuenta Castro.

Menos a merced de las innovaciones culinarias estuvieron la filloa y la empanada, manjares a los que ya nombra el rey Alfonso X en las Cantigas de Santa María. Incluso la castaña, plato elemental entre el campesinado de la Galicia interior, fue despreciada por las clases altas por "pesada, indigesta, basta y propia de gentes rústicas".

A pesar de las hambrunas, Castro deplora la visión miserable del campesino gallego. Pasaban dificultades, a menudo, estacionales, pero la mayoría de las casas labriegas criaba un cerdo. "Se podría afirmar sin exageración que no ha habido familia labradora sin cerdo", asegura el historiador.

La evolución de la cocina gallega también supuso cambios en el paisaje. A mediados del siglo XVIII el 75% de las tierras cultivadas las ocupaban las plantaciones de centeno. Los prados no ocupaban ni el 10% y no será hasta finales de siglo cuando la producción de hierba alcance un ritmo importante, en parte motivado por la creciente estabulación del ganado. En la misma época llegó el tabaco, que el pueblo fumaba en hojas de maíz o de patata. Para las mujeres estaba vetado, excepto si eran emigrantes retornadas. En estos casos, el vicio era considerado una excentricidad indiana.

Varias mujeres cocinan durante la preparación de la fiesta del pimiento de Arnoia, en Ourense.NACHO GÓMEZ

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