LA COLUMNA

Estado y mercado

La vida política, en este mundo que nos ha tocado en suerte, no es concebible sin la presencia de esas dos bestias negras del pensamiento utópico que son el Estado y el mercado. Como reveló la caída del comunismo, no hay democracia sin mercado (aunque pueda darse mercado sin democracia). Y como ha mostrado la experiencia socialdemócrata, la fortaleza del mercado es una condición de posibilidad del Estado social y democrático de derecho. Desde 1945, los Estados europeos no han dejado de crecer a la par que los mercados se fortalecían y las sociedades se hacían más productivas, más autónomas y m...

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La vida política, en este mundo que nos ha tocado en suerte, no es concebible sin la presencia de esas dos bestias negras del pensamiento utópico que son el Estado y el mercado. Como reveló la caída del comunismo, no hay democracia sin mercado (aunque pueda darse mercado sin democracia). Y como ha mostrado la experiencia socialdemócrata, la fortaleza del mercado es una condición de posibilidad del Estado social y democrático de derecho. Desde 1945, los Estados europeos no han dejado de crecer a la par que los mercados se fortalecían y las sociedades se hacían más productivas, más autónomas y más ricas: desde cualquier ángulo que se mire, la historia europea del último medio siglo, construida sobre la relación simbiótica de Estado y mercado, es la historia de un éxito.

En España, hemos llegado tarde a esa fiesta y sin tiempo suficiente para desprendernos de la visión católica del Estado y del mercado, heredada del Antiguo Régimen, confirmada tras las revoluciones liberales del s. XIX y consagrada en los 40 años de dictadura. Es una visión y una actitud hostil al Estado como proyecto político y moral a la par que ansiosa de ordeñarlo hasta exprimir su última gota de leche; y por otra parte, reticente al mercado, manipulado por especuladores y usureros a los que es preciso imponer el precio justo de las cosas. Resultado: presumir de no pagar impuestos mientras se demandan y reciben del Estado todas las prebendas imaginables, y sortear en lo posible las exigencias del mercado.

De pronto, y como el Estado se nos volvió nuevo rico, la actitud católica se extendió por toda la sociedad y echamos sobre sus espaldas todas las cargas posibles a la par que evadimos impuestos. Mientras la evasión fiscal asciende a 80.000 millones de euros y florece la economía sumergida, hoy, del Estado vive la Iglesia, gran defraudadora de impuestos desde que la Constitución de 1812 la definió como única religión del Estado, y, siguiendo su bendito ejemplo, viven también los sindicatos, dos gigantes con pies de barro, incapaces de engrasar su maquinaria con cuotas de afiliados o recursos propios. Y los partidos políticos, que no satisfechos con recibir financiación directa del Estado, se han especializado en la colocación descontrolada de amigos políticos y de familiares a cargo de ayuntamientos, diputaciones, comunidades autónomas y demás. Por no hablar de ONG e industrias culturales que son no gubernamentales en la misma medida en que reciben subvenciones del gobierno.

Lo más curioso es que, viéndose rico, el mismo Estado, o los gobiernos que lo administran, se ha impregnado también de idéntica visión y en lugar de adoptar ante el dinero una ética calvinista, se ha dejado guiar por la moral del consumo ostentoso, propia de la tradición católica, y se ha convertido en una máquina de gastar sin freno. No hace mucho los políticos en campaña electoral prometían autobús gratis, libros de texto gratis, vacaciones gratis, ordenador gratis, autopistas gratis, y un Ave a la puerta a precio de saldo. Es el reflejo de una actitud ante el dinero que tiene mucho de nuestra secular herencia: costó siglos a la moral católica entender que el dinero es también, entre otras cosas, una mercancía y que, como toda mercancía, tiene un precio que hay que pagar en el mercado.

Hoy no vale recurrir a la vieja fórmula de más política y menos mercado, como si la política fuera el reino de una libertad que planea por encima del bajo reino de la necesidad en el que regirían las sucias reglas del mercado. Precisamente gracias al éxito de su relación simbiótica con el mercado, el Estado es un formidable agente económico y la política es hoy, ante todo, política económica, lo cual exige, además de solvencia, una actitud menos católica, que entre nosotros podría ir concretándose en obligar a emerger a la economía sumergida, acabar con las bolsas de fraude fiscal, reducir subvenciones a instituciones gorronas -Iglesia, sindicatos, partidos- para que aprendan a sostenerse por sus propios medios; prescindir de la parafernalia de coches, dietas y tarjetas que adornan a cada cargo público; someter a una ducha fría de racionalidad calvinista todo lo que ha rodeado durante estos años el crecimiento elefantiásico de las Autonomías.

En reciente cena con su periodista de cabecera, el presidente del Gobierno, muy afligido aunque nada deprimido, habló para la historia: "Íbamos a reformar a los mercados y los mercados nos han reformado a nosotros". Pues a ver si es verdad y que se note.

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