Columna

Poesía

La televisión es prosa. No se sabe muy bien por qué la televisión desterró de sus formatos cualquier tentación poética. En eso se desprendió desde muy pronto de cualquier hermandad con sus parientes cercanos, la fotografía, las artes plásticas o el cine, que siempre han tenido una vertiente de poesía y hasta de poesía maldita.

Incluso la radio tuvo sus rincones poéticos y gracias a los archivos sonoros podemos aún disfrutar de poemas leídos por sus autores o sencillamente escuchar poesía en buenas voces. Pero la tele no quiere poesía. Se ha rendido a la matemática de los índices de audi...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

La televisión es prosa. No se sabe muy bien por qué la televisión desterró de sus formatos cualquier tentación poética. En eso se desprendió desde muy pronto de cualquier hermandad con sus parientes cercanos, la fotografía, las artes plásticas o el cine, que siempre han tenido una vertiente de poesía y hasta de poesía maldita.

Incluso la radio tuvo sus rincones poéticos y gracias a los archivos sonoros podemos aún disfrutar de poemas leídos por sus autores o sencillamente escuchar poesía en buenas voces. Pero la tele no quiere poesía. Se ha rendido a la matemática de los índices de audiencia mucho más que a la lírica de la creación. Una lástima.

La vida de los poetas suele ser una concatenación de accidentes laborales y armarios llenos de sombras de los que salen a ratos monstruos y a ratos complejos razonables. Por eso suele atraer más su vida que su obra, pequeño error. Uno de los grandes poetas catalanes de mitad de siglo pasado fue Gabriel Ferrater. Crítico de arte, ensayista y poeta breve pero contundente, es el personaje central de un reportaje documental de Enric Juste que lo retrata como traductor malpagado y profesor universitario, enamorado de la vida en sus vertientes más disfrutables, los días, las mujeres, el alcohol, y finalmente como decidido suicida.

De no haberse quitado la vida como prometió antes de superar los cincuenta, quizá el personaje no levantaría tantos enigmas. En nuestra escala estética la muerte sigue siendo más sugerente que la supervivencia.

Por suerte, Metrónomo, de Ferrater, no persigue la mítica ni el malditismo, sino ser un repaso sutil de la vida de un tipo inteligente volcado en leer y escribir, en pensar y hasta decir. De un tiempo ingrato, bajo un régimen perverso, pero donde un festival poético aún reventaba el aforo de muchos locales y provocaba gritos de libertad, como en las imágenes que se preservan del festival de poesía catalana de 1970, donde Ferrater recita la Cançó del gosar poder con una potencia y una inteligencia corrosiva que aún excita a la vez el cerebro y la piel como la mejor poesía. Gocemos de esas imágenes. Seguro que los poetas de hoy también escenifican su carta al futuro en televisiones secretas, que hoy no cuentan con concesión del Estado para emisiones públicas.

Archivado En