Análisis:

Grito español

A veces este país se parece a lo peor de su historia: el barullo, el desacuerdo, el grito español. Lo malo es que cada vez es más normal esa anormalidad de nuestro carácter, que ha conocido en la historia altibajos crueles y espasmos inolvidables. A veces esa anormalidad es de baja intensidad, tiene que ver con las glándulas vanidosas de nuestros políticos y de nuestras políticas. El incidente protocolario que acaba de ocurrir en Valencia, ante mujeres de todo el mundo, es como una postal de España, de esa España que El Gran Wyoming satiriza con tanto acierto en El intermedio (La Sext...

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A veces este país se parece a lo peor de su historia: el barullo, el desacuerdo, el grito español. Lo malo es que cada vez es más normal esa anormalidad de nuestro carácter, que ha conocido en la historia altibajos crueles y espasmos inolvidables. A veces esa anormalidad es de baja intensidad, tiene que ver con las glándulas vanidosas de nuestros políticos y de nuestras políticas. El incidente protocolario que acaba de ocurrir en Valencia, ante mujeres de todo el mundo, es como una postal de España, de esa España que El Gran Wyoming satiriza con tanto acierto en El intermedio (La Sexta), o que aparece en las imitaciones del carácter nacional que ahora borda en La Uno el admirable José Mota.

Una hora con José Mota subraya lo peor de nuestro carácter: ese español vengador que anda con sus razones inflándole la nariz a los otros; el español sentado y colérico que se las sabe todas. El español que usa su lengua como una lija. Antes esto era cosa de las gradas, pero ahora es de todos los pasadizos, y hay momentos en que eso lo retransmite la televisión.

La televisión me recuerda los cursos de verano: alguien dice una barbaridad en febrero y montan sobre lo que ha dicho un curso de verano. Aquí, por ejemplo, al PP se le ocurre hacer del dolor del señor Cortés un gesto, y Cortés ya se pasea por las televisiones a decir por qué de su dolor la política hace nudos en la garganta. En fin. Lo que quería decir es que me avergonzó que Rita Barberá, la alcaldesa de Valencia, usara ante cientos de mujeres la diatriba nacional en torno al honor patrio (le ayudó Camps, su presidente, cómo no) y rompiera el protocolo diciendo que no hay derecho a que este país desprecie la autoridad local.

La tele le da a todo el aire de lo normal, y esa salida parece ahí tan solo un rasguño en el protocolo porque ya nos hemos acostumbrado al malestar del insulto como elemento constitutivo que se grita cada vez que no se quiere entender.

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