LA COLUMNA | OPINIÓN

Aluminosis

El presidente Zapatero, dando tumbos entre las arremetidas del oleaje de la crisis, había conseguido mantener su Gobierno a flote gracias a la ausencia de conflictividad social. Si los mandatos de sus antecesores habían estado marcados por huelgas generales -dos contra Felipe González, una contra Aznar- que, en ambos casos, habían sido señal del inicio de la decadencia, Zapatero parecía haber encontrado una relación privilegiada con los sindicatos que le mantenía a salvo de estos desafíos. De modo que las dudas y las vacilaciones de Zapatero adquirían otro significado si se entendía que su obj...

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El presidente Zapatero, dando tumbos entre las arremetidas del oleaje de la crisis, había conseguido mantener su Gobierno a flote gracias a la ausencia de conflictividad social. Si los mandatos de sus antecesores habían estado marcados por huelgas generales -dos contra Felipe González, una contra Aznar- que, en ambos casos, habían sido señal del inicio de la decadencia, Zapatero parecía haber encontrado una relación privilegiada con los sindicatos que le mantenía a salvo de estos desafíos. De modo que las dudas y las vacilaciones de Zapatero adquirían otro significado si se entendía que su objetivo estratégico era llegar al final de la crisis sin que se hubiera roto la paz social.

Pero la crisis se ha alargado más de lo que la capacidad de aguante del presidente podía soportar y, de pronto, en una nueva muestra de clamorosa improvisación, ha puesto en riesgo el principal argumento que le quedaba de cara a la ciudadanía. Con el repentino anuncio de un aplazamiento de la jubilación y de la consiguiente reforma de las pensiones ha tocado el corazón del imaginario sindical. Y ha entrado en la zona de riesgo que a toda costa quería evitar. ¿Por qué? ¿Qué necesidad tenía el presidente de introducir ahora un tema de calendario largo, como el de la jubilación, que no dará ningún resultado a corto plazo que pueda aliviar la crisis?

La falta de un proyecto y de una línea de navegación clara conduce inevitablemente al tacticismo o al populismo. De todo ha habido en la gestión de la crisis por parte de Zapatero. Pero el factor humano también cuenta. La encerrona de Davos parece haber descolocado definitivamente a Zapatero. Cuando uno hace de la imagen su principal fuerza, el día que la televisión (el espejo moderno) rebota una imagen ridiculizante es difícil no perder los papeles. La sensación que Zapatero ha transmitido esta semana ha sido de desbordamiento. De pronto, lo único importante era hacer un gesto que diera satisfacción a las instituciones internacionales. Y así surgió el bochornoso espectáculo de las pensiones, con sus propuestas y sus desmentidos. Hay situaciones que adquieren una gran importancia política porque disparan un mecanismo de recuerdo que relee en clave negativa todo lo anterior.

Le ocurrió a Aznar con el Prestige, que tuvo el efecto de romper el mito de la eficiencia de los Gobiernos del PP. Y le puede ocurrir ahora a Zapatero, con el giro súbito de las jubilaciones, que pone al desnudo todo lo que hasta ahora se sostenía leyéndolo en clave social. Desde este momento, se amplifica la sensación de improvisación permanente.

Nada es fácil en tiempo de crisis. Es casi una aporía reducir el déficit sin empeorar la recesión. España está en peores condiciones que sus vecinos por la enorme tasa de paro, por el peso del sector inmobiliario, por la alta dependencia del exterior. Para liderar una coyuntura de este tipo es necesario generar seguridad con un discurso claro y coherente, no tener miedo a decir verdades aunque sean antipáticas y ser capaz de mantener una empatía con la ciudadanía que se traduce en la confianza de la mayoría. Pero la primera ley del liderazgo es la administración adecuada de los tiempos. Zapatero siempre ha llegado a la hora equivocada: negando la crisis, primero; minimizándola, después; y dándola por despedida precisamente cuando las costuras de la economía crujían al máximo. El momento Davos ha servido para visualizar que el traje estaba a punto de romperse. Y a Zapatero le ha entrado el pánico.

El calendario ha querido que este sobresalto coincidiera con un nuevo desaire de Obama a Europa. Obama es un presidente cuyas raíces están en África y en Asia. Para él, Europa es un mundo extraño. Y tiene la sensación de que los europeos, con sus retóricas cumbres, le hacen perder el tiempo. Lo ha pagado Zapatero, que era el presidente de turno. Una vez más estamos en el delirio de la imagen. La infantil creencia de que fotografiarse con Obama redime ha llevado a Zapatero al desayuno americano de oración. ¿Qué hace el laico Zapatero en una organización religiosa ultraconservadora, profundamente antisocialista y contraria a la liberalización de las costumbres? Por una foto con Obama, deja unos jirones de dignidad y defrauda a quienes le han acompañado en la lucha por los derechos básicos, frente a la Iglesia católica y sus grupos de presión. Otra bandera que se marchita. El problema del tacticismo de la imagen es que hay un día en que la realidad emerge y se pone en evidencia que los pilares que sostenían el proyecto político eran pura aluminosis.

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