LA COLUMNA | OPINIÓN

Arrogancia de viejo estilo

Cuando una publicación como The Economist no tiene mejor ocurrencia que titular "Old Spanish practices" un artículo sobre la presidencia española del Consejo de la UE, ilustrándolo con dos bailaores y un guitarrista al fondo -y menos mal que no cuelga de la pared la cabeza de un toro de lidia- puede temerse lo peor: ignorancia, estereotipos y un ramalazo de aquella "Old British arrogance", de cuando Gran Bretaña era única potencia mundial.

The Economist es una revista solvente, leída en todo el mundo, y su corresponsal en Bruselas, que firma ...

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Cuando una publicación como The Economist no tiene mejor ocurrencia que titular "Old Spanish practices" un artículo sobre la presidencia española del Consejo de la UE, ilustrándolo con dos bailaores y un guitarrista al fondo -y menos mal que no cuelga de la pared la cabeza de un toro de lidia- puede temerse lo peor: ignorancia, estereotipos y un ramalazo de aquella "Old British arrogance", de cuando Gran Bretaña era única potencia mundial.

The Economist es una revista solvente, leída en todo el mundo, y su corresponsal en Bruselas, que firma Charlemagne, persona muy aguda e ilustrada. Pero en esta ocasión se han dejado llevar de tópicos manidos que, por nuestro resto de papanatismo, han conseguido más difusión que si los hubiera pronunciado el oráculo de Delfos. Sostiene Charlemagne que España, hasta entrar en "the block" -la Comunidad de los diez- era "un lugar pobre, rural y proteccionista". ¿Lo era? España se incorporó a la Comunidad, tras sortear zancadillas francesas y demoras impuestas por el cheque británico, en enero de 1986. En ese momento, su población ocupada en agricultura era el 15%, otro 32 y pico trabajaba en industria y construcción y algo más del 52% en servicios. ¿Rural una sociedad en la que 85 de cada 100 personas no se dedicaban a tareas agrarias?

Desde luego, no era rica ni su comercio con el exterior estaba libre de barreras, que desmontó por completo sin agotar el plazo de siete años. Incorporó la peseta al mecanismo de cambio del sistema monetario europeo en 1989, y en febrero de 1992 firmó el Tratado de Maastricht, del que nacieron la Unión Europea y la moneda única, a la que accedió desde el primer momento, cumpliendo todos los requisitos exigibles. En resumen, la adhesión de España a la CE y su activa participación en la construcción de la UE es la historia de un éxito, cumplido en un estrecho margen de tiempo, imposible si en el punto de partida hubiera sido "a poor, rural, rather protectionist place".

Había ya formado un capital humano de excelente calidad. No por azar, los dos últimos comisarios de Economía y Asuntos Monetarios de la UE han sido españoles: Pedro Solbes y Joaquín Almunia. Ni a ellos, ni a los presidentes del Consejo, Felipe González en 1989 y 1995, José María Aznar, en 2002, puede atribuirse ninguna "old Spanish practice", si con esta expresión se quiere decir algo más que una tontería. La historia es, por supuesto, la de un beneficio mutuo, como no se le escapa a Charlemagne, aunque quizá no más que el de las relaciones entre el Reino Unido y la Unión, con la balanza siempre inclinada del lado de allá del Canal.

Ha transcurrido un cuarto de siglo. El dinamismo europeísta de los años ochenta, el impulso integrador de los noventa, la expectativa de la moneda única como cimiento de una mayor unidad política son cosas del pasado. Pero Europa, que no es, ni aspira a ser, un "gigante" al estilo de Estados Unidos o de China, tampoco puede resignarse a la condición de un "puñado de Estados de tamaño medio", como es el propósito de los británicos y diagnostica Charlemagne. Para eso, es preciso no resignarse a administrar lo ya conseguido y decir de vez en cuando algo que en Londres suene increíble, por ejemplo, Acta Única, Unión Europea, moneda única, iniciativas a las que desde el Reino Unido respondieron los más arrogantes arqueando las cejas y los más listos prediciendo el fracaso.

No son los que corren buenos tiempos para la lírica. Los tropiezos de los últimos años llevan aparejada una lección: "si quieres que tu consejo se escuche, necesitas decir algo creíble". Vale, pero ¿ha dicho el presidente del Gobierno español algo increíble en relación con la presidencia rotatoria del Consejo? No, a no ser que tal parezcan las "medidas correctivas", traducidas, como hace The Wall Street Journal, como "penalties" aunque quedara claro que no son "sanctions". Más bien, la presidencia de turno se ha limitado a presentar un programa a la altura de los tiempos, o sea, inocuamente razonable, y hasta anodino, como reprocha otro vacuo editorial, el del Financial Times: consolidar la presidencia permanente, utilizar el Tratado de Lisboa para hablar con voz propia en el mundo, impulsar la estrategia 2020, que no es cosa de la presidencia sino de la Comisión. Esos editoriales que por toda Europa -según informa Charlemagne- se han mofado de la idea de que Zapatero pueda dar consejos sobre la recuperación económica han puesto la venda antes de la herida y habría que tomarlos más como viejos ejercicios en altanería que como análisis de una situación.

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